
Finalmente, llegamos a la parte superior de la cuesta. Debíamos bajar por el lado opuesto, en dirección de la laguna Chuchón. El camino lo haríamos con tranquilidad. Algunos ya se habían adelantado, si mal no recuerdo. Una vez en la parte inferior, debíamos avanzar por una explanada desigual, casi al final de la cual se encontraban unos toros y vacas pastando, los cuales había que dejar atrás para seguir descendiendo. En ese punto, nos encontramos mi amigo Pedro y yo con Waldi, quien tomó precaución de los animales y sugirió avanzar en grupo. (De propia experiencia, sé ahora que hay que tener mucho cuidado con los toros. Ya contaré lo vivido en una experiencia posterior en una publicación futura.)
Superado el obstáculo, pasamos a hacer el último descenso hacia la carretera, la cual ya se encontraba bordeando la laguna. En ese avance, sin mediación de aviso previo y sin que nuestra imaginación pudiera haberlo previsto, un sonido de bomba se hizo explícito más adelante, en un cerro cercano aledaño, a partir del cual volaron rocas grandes y pequeñas por los cielos y cayeron a la laguna. La impresión inmediata, por mi parte, fue que se trataba de un movimiento telúrico, pero rápidamente nos dimos cuenta de que había sido una operación empresarial planificada (aunque seguramente no tan bien ejecutada…): unos trabajadores operarios, que se encontraban despejando una sección de la carretera por derrumbe, había hecho explotar dinamita.
Desde nuestra vista, dicho cerro se encontraba a la derecha y en sus faldas empezaba a explayarse la laguna hacia la izquierda, la cual era bordeada por la carretera principal. En la medida que íbamos bajando, algunos de nosotros no sabíamos a ciencia cierta si, una vez en la carretera, debíamos avanzar hacia la izquierda o la derecha. En ese punto, ya nos encontrábamos dispersos entre los presentes, pero no completamente alejados.
La posibilidad de haber sido afectados por la explosión existió, y se definía por los siguientes factores: uno, que hubiésemos, a lo largo del día, avanzado más rápido, de manera que llegásemos más rápido a la carretera; dos, que, una vez en la carretera, al no tener la orientación correcta, hubiésemos escogido seguirla por la derecha; y tres, que, al hacerlo, los trabajadores no se hubiesen percatado de nuestra presencia, de manera que la dinamita se hubiese explotado de todas formas.
Gracias al cielo, esa conjunción de factores (o tan solo del primero y el tercero) no sucedió. Ya después de la explosión, los trabajadores nos vieron bajando hacia la carretera y esperaron a que continuáramos nuestro camino para seguir con su actividad. Ya en la carretera, nos fuimos juntando nuevamente. La laguna Chuchón era de gran belleza también. Allí, supimos con certeza lo que ya considerábamos que era lo más probable: el avance era hacia la izquierda.
En ese andar ya (por fin) por carretera, llegamos a pasar por otra laguna, la más pequeña de todas las vistas en el viaje, y la cual tengo entendido que se llama Torococha (según el mapa que mostré en la parte 1). Sin embargo, a esas alturas ese día, ya no estábamos en tiempo para andar quedándonos a reposar en cada laguna. Debíamos continuar y llegar a nuestro siguiente punto fijo, que sería el pueblo de Obrajillo. Quizás, la sola presencia de carretera, incluso entre montañas, generaba la sensación de que ya no se está paseando.
A partir de allí, no sé cuanto tiempo más caminamos por carretera, pero ya era todo de bajada. Curva tras curva, rodeábamos las 3:30 de la tarde y el tramo restante para llegar el pueblo era muy extenso como para hacerlo a pie. Por ello, debíamos avanzar hasta que un transporte pasara por nosotros y nos llevara. Me parece recordar que fue en este viaje que, entre algunos, empezamos a cortar camino pasando de una línea de carretera a otra bajando por las breves colinas que se encontraban entre ellas antes de que hicieran curva; en otras palabras, bajar en vertical, pero solo hasta cierto punto.
Finalmente, lo esperado se concretó y pudimos tomar ese transporte. Así, el viaje continuó.
