Es 2 y 50 de la mañana del 6 de abril, apenas he dormido unas horas. Inevitable: había comprado un vuelo para las 5:35 a.m., por lo que debía llegar temprano. “Debía” tal vez no sea el verbo correcto, ya que suelo hacer mis pases bastante rápido en el aeropuerto cuando hago vuelo nacional. Es en internacional, según recuerdo de (ya varios) años atrás, que las colas pueden ponerse pesadas. Para colmo, el taxi que me recogió a las 3:20 en mi casa me dejó en solo 15 a 20 minutos en el aeropuerto, recorriendo una Lima de avenidas y calles vacías. Una utopía. Siempre aprecio el servicio que me brinda Taxi Satelital.
Adentro, sentí la necesidad de comer. Suele costarme aproximarme a las cafeterías y/o restaurantes del aeropuerto, ya que los precios para extranjeros de países desarrollados que cobran son una verdadera patada en los dientes (sí, obtuve esta frase de una película de Darín). Finalmente, luego de caminar de aquí para allá, me crucé con una promoción de 15 soles: empanada más vaso de chicha. Me pareció el precio más asequible dentro del rango precios “estrafalarios” que vi.
Suelo estar en el último grupo que sube a los aviones LATAM, el 6. Debe ser que mi monto gastado es muy “pobre” como para que pueda entrar antes. O, quizás, solo se trate del asegurarse de que no colocaré mi maleta en la parte superior (lo que se conoce como equipaje de cabina), ya que mi pasaje solo incluye equipaje de mano (bolso o mochila), el cual debo colocar debajo del asiento delantero. El resto, lo mando a bodega, lo que sí tiene un costo.
El vuelo resulta cómodo y tranquilo, y se me cierran los ojos. No siento el deseo de tomar fotos, como sí fue e hice en noviembre pasado (era otra hora). De alguna forma, me quedo dormido y, al despertar, descubro que el snack me pasó por alto. Ni un vaso de agua, incluso al verme despierto y no andar muy lejos de mí. Supongo que hay protocolos que el personal de cabina debe seguir. El amanecer es bonito, pero no lo pude apreciar con todos mis sentidos.
Hace frío al pasar por la compuerta. No preví el asunto cuando preparé mi equipaje en Lima. No obstante, el sol estaba en todo su esplendor, aunque el viento se mantenía poco menos que helado.
Mientras caminábamos del avión hacia las instalaciones, Chachani se visualizaba hermoso. Pensar que he alcanzado tres veces la cumbre de esa montaña (y un intento adicional que fue fallido, ya hace una cantidad de años), genera un suspiro. Ahora estaba allí, completamente desplegado, pintado de blanco, esplendoroso. Quién sabe si volveré a subirlo. Fue mi primer 6000 y aprendí mucho de su recibimiento a mi persona, de su frío y de las vistas y sensaciones de gloria de estar en su cumbre, pero necesito estar siempre buscando nuevos horizontes.

Ni bien me estoy aproximando a la faja, veo a mi eterna maleta guinda aparecer. Es la primera vez que me pasa algo así. Agilicé el paso, la tomé y me dirigí a completar el paso de salida, valga la redundancia. En otras palabras, en el Alfredo Rodríguez Ballón hay una revisión adicional a través de una cámara por donde hay que hacer pasar toda pertenencia ajena al cuerpo andante: maletas y mochilas. Después, el camino se libera hacia la salida.
No obstante, una vez más por primera vez, tuve un recibimiento “al turista” ampliamente amigable: una danza de personajes típicos que, desde lo más profundo de la tierra, me hizo sentir que el Perú estaba allí, abriéndome sus brazos. Dejando claro que Lima, por supuesto, no es el Perú, solo una parte. Y yo sabiendo que, después de algunos meses, había regresado para seguir viviendo esta parte maravillosa de mi vida. Esta pequeña parte a la que llamo felicidad (sí, tomé también la frase de una película, esta vez, un clásico de Will Smith).
Continúo pronto.