La bajada hasta el punto donde, inicialmente, habíamos trepado entre las rocas para pasar el primer farallón fue relativamente rápida. Cuando ya nos encontrábamos llegando, le manifesté a José, el guía, que ya no estaba con el ánimo necesario para ir ahora hacia el cráter; prefería descender directamente hasta el campamento para descansar. La cumbre había sido mi verdadero objetivo.
Pensamos también en Norma, quien se había quedado esperándonos por horas; no sabíamos en ese momento cuánto. Le consulté a José, también, por la posibilidad de que ella pudiera ir, de todas maneras, a ver el cráter, ya que era uno de sus deseos (y, además, estaba en nuestro plan inicial). Él estuvo de acuerdo y le solicitó a Elvis que la acompañara al cráter mientras él y yo seguíamos descendiendo.
Ya casi cuando estábamos en el punto donde ahora debíamos destrepar, José empezó a llamar a Norma, y luego la vimos ya prácticamente emprendiendo camino sola hacia el cráter. José le indicó que Elvis iría con ella mientras nosotros seguiríamos en dirección del campamento, así que este último se adelantó para darle el alcance.
Para destrepar por el tramo de rocas, nos quitamos los crampones y José preparó la cuerda nuevamente. Considerando que iba a ser algo trabajoso para él realizar ese descenso con su mochila y una bolsa de equipo de montaña que había llevado, me pidió enganchar la segunda a mi arnés con el fin de llevarla conmigo en el rápel que estaba por emprender.
Con la cuerda asegurada, él la iba soltando a mi orden para poder bajar. La bolsa me generó cierta incomodidad, pero me tomé mi tiempo. Al llegar, liberé la cuerda y lo esperé. Norma y Elvis ya se encontraban a distancia.
Durante el resto del camino, el sol se mantuvo intermitente. Nunca llegó a tener una constancia, pero me dejé “engañar” por ello. En una decisión final, modifiqué mi abrigo (por ejemplo, los buffs ya no los necesitaba), ya que la temperatura había mejorado y a esas alturas me sentía algo acalorado.
A lo lejos, empezamos a ver a Norma y Elvis ya descendiendo. Nosotros fuimos a una velocidad tranquila e, incluso, en un descanso nos quedamos a esperarlos un rato. Cuando ya se habían acercado más, continuamos.
En el campamento, de vuelta, no sentía tantos deseos de descansar ya, aunque me eché unos minutos luego de tomar una kitadol, dado que me encontraba con dolor de cabeza, el cual, si bien nunca llegó a ser muy fuerte, sí me produjo una molestia que necesitaba despejar. Entiendo que un motivo para ello no solo es la estancia en altura, sino el descenso de cientos de metros de altitud que se hace al regresar al campamento en cuestión de solo horas. En este caso, la cumbre alcanzada debe haber estado a una altura de alrededor de 5670 m s. n. m., y, como mencioné en otro momento, el campamento, a 5000 m s. n. m.
Sin embargo, más molestia fue encontrar el interior de mi carpa y mis objetos llenos de polvo de volcán. Resulta que, a la madrugada, cuando dejamos las carpas para el ascenso, no cerré sus dos compuertas, sino solo la exterior. Pasé completamente por alto la interior, y todas las horas de viento en nuestra ausencia filtraron harto polvo por debajo de la compuerta externa hacia dentro de mi carpa. Supongo que esto también entraría dentro de los “gajes del campamento”.
Cuando ya todos abajo, Elvis preparó la última comida: una rica y contundente sopa de pollo, aunque, por el tiempo disponible, no se pudo hacer hervir más la papa. Como he mencionado antes, en altura la comida demora más en cocinarse. Un detalle creativo del plato fue que Elvis lo sirvió en la forma de una montaña parecida al Misti.
En paralelo a la preparación del almuerzo, ni bien me sentí un poco mejor de la cabeza, empecé a ordenar mis objetos para ganar tiempo; soy consciente de que me demoro un poco en hacerlo.
Después de almorzar, se empezó ya a levantar todo el campamento. No obstante, nos llevamos una (penúltima) sorpresa: empezó a granizar. En realidad, mientras estábamos todavía descendiendo, algunas leves pepitas ya habían empezado a caer, pero luego, abajo, se habían ido. Sin embargo, retornaron, ¡y con fuerza!

Y fue genial. En minutos, lo cubrió todo, y no solo lo que estaba al alcance de nuestra vista en ese momento, sino por amplio territorio. Desde la montaña, cuando aún seguíamos bajando, ya podíamos ver que el conductor, Edward, había llegado y nos estaba esperando. Siempre muy servicial, nos ayudó a acomodar las cosas en el carro sin demora. José me ayudó a desarmar mi carpa rápidamente y, finalmente, quedó la de Norma. Luego, subimos al vehículo y partimos. Recuerdo que el granizo caía en todas las direcciones y, ni bien abríamos cualquiera de las puertas, se filtraba en los asientos inmediatamente.
La experiencia de un conductor como Edward hace que sepa hallar el camino incluso cuando todo parece estar borrado por el granizo. Por largo tiempo, estuvimos avanzando con el limpiaparabrisas activado, ya que la luna se cubría continua y rápidamente. Recuerdo, además, que en los bordes de esta se había acumulado un rango de nieve, la cual solo podía removerse manualmente o por derretimiento.
Mientras más nos alejábamos, iba disminuyendo no solo la intensidad de la granizada, sino que las superficies alrededor se iban viendo menos blancas. A partir de cierto punto, el granizo se convirtió en lluvia y, en un momento, logré ver, a lo lejos, en una zona montañosa techada por una inmensa masa de nubes negras, un tremendo rayo que bajó del cielo hasta la tierra, un fenómeno natural que siempre me ha parecido de lo más espectacular.
La ruta de retorno fue exactamente la misma. Eso significa que volvimos a pasar por el pueblo donde nos detuvimos un momento en la ida para comprar agua. Ahora sé su nombre, ya que Norma lo consultó por mí: Logen.
Otro atractivo del camino fue que, en diversas ocasiones, divisamos rebaños de ovejas y auquénidos, donde puedo mencionar —no sin cierto nivel de duda— llamas, vicuñas y alpacas (o, al menos, un par de estos nombres; vicuñas había en definitiva).
La última sorpresa de la ruta fue la zona de neblina, que se presenta aún lejos de la ciudad, en el camino de trocha donde, a la ida, nos detuvimos por problemas en el motor y aprovechamos para observar al Misti. No es la primera vez que transcurro por una zona así en auto, pero siempre es emocionante: no se ve absolutamente nada. Aun así, nos fue bien y salimos de ella más adelante.
En cierto momento, le pregunté a Edward cuánto estimaba que faltaba para terminar el viaje; todavía con bastante anticipación, predijo que llegaríamos al final del recorrido, en la ciudad, a eso de las 5:30 p.m. Magnífica precisión: tan solo unos minutos antes de dicha hora, ya estábamos estacionando en la puerta de mi hotel. Me despedí de Edward y Elvis son sobriedad. En el caso de Norma, fue más emotivo, ya que hemos llegado a formar una muy buena confianza a través de los años, en los cuales su soporte ha sido fundamental para lograr tantos objetivos en aquella región que tanto aprecio, Arequipa.
José ingresó conmigo a la recepción para ayudarme a trasladar mi equipo, dado que no me tomé el tiempo de empacarlo correctamente. Él me reconoció más de una vez que siempre tenía grandes retos para darle como guía, y estoy seguro de seguirá siendo así. Nos despedimos y, oficialmente, el reto Ubinas terminó.
Por ahora.