Aquella noche, después de bañarme y avanzar el ordenamiento de mis cosas en la maleta, salí a cenar. Había querido hacerlo en la cuadra donde hace un par de días estaba cerrada al tránsito vehicular para la venta ambulante de ponche y anticuchos, entre otras comidas y bebidas, pero ya todo había sido levantado. Así que, seguí mi rumbo y me dirigí a La Italiana, un restaurante que, con El Camaroncito, a su costado, parece compartir el dueño —al menos, los mozos sí van de un lado para el otro—, aunque no lo podría afirmar con seguridad.
La Italiana se encuentra en la cuadra 3 de la calle San Francisco, a la altura del Convento de Santa Catalina, en la calle paralela que le sigue a este. Visito el restaurante al menos una vez por viaje. Es un lugar elegantemente acogedor, con luces bajas que buscan crear un ambiente íntimo para cada mesa. Preparan una gran cantidad de pastas, pero también ofrecen comida criolla. El lomo saltado es exquisito.
En aquella oportunidad, pedí unos canelones (creo que a la boloñesa) y media jarra de sangría, la cual estaba suave y agradable. No obstante, tanto por mi cuerpo deshidratado del viaje a la montaña, haber aplicado el aceite de oliva y vinagre blanco a mi plato que traen para uso opcional, y también —posiblemente— la cantidad solicitada de la bebida, sentí que perdí la oportunidad de saborear mejor mi cena. En definitiva, lo segundo no lo vuelvo a hacer (solo para ensaladas).
Al día siguiente, debía dejar mi habitación a las 11, así que me tomé mi tiempo para hacer todo lo que me faltaba con calma (incluyendo el desayuno, para el cual, efectivamente, se me “acabó la calma”; el hotel debe, o bien mejorar su aprovisionamiento de la barra de desayuno, o bien trasladar la sala de desayuno —que, de por sí, es pequeña— a un espacio más grande y cerca de la cocina).

Solicité guardar mi maleta grande guinda y salí a caminar con mi mochila pequeña negra. Necesitaba hacer tiempo hasta la hora del almuerzo y de ahí, luego, hasta la hora de salida al aeropuerto. Estuve en la Plaza de Armas, sentado en el escalón del borde de una de sus veredas, observándola y a la gente pasar. Poco después —o quizás no lo capté de inmediato— empezó una música en vivo. Un joven se sentó de frente a la Catedral con su parlante, guitarra en brazos y micrófono, y empezó a tocar. Desde donde estaba no lo veía, pero me dirigí hacia los escalones de aquella cuando la sombra ya me había dejado.
Una vez allí, ya podía apreciar cómo el músico generaba su arte. Mediante el parlante proyectaba una sección instrumental de las canciones que tocaba, y él complementaba con su guitarra electroacústica y su voz. Un buen rock latino, aunque no sabría si se trataba de composiciones propias. Su música, en un sonido en vivo como aquel, y en un momento de transición como en el que me encontraba, provocó en mí esas sensaciones de melancolía que a veces resultan tan placenteras. Tan solo es estar allí y escuchar. Algunas personas que pasaban le dejaban monedas.
Cuando empecé a perder mi comodidad al percibir mi espacio alrededor reducido en el escalón donde estaba sentado, decidí ir de una vez al restaurante. Además, ya era hora. El día que llegué a mi hotel, la recepcionista me recomendó unos seis lugares para comer, incluyendo La Nueva Palomino, que ya he visitado en más de una ocasión y me gusta bastante. Esta vez, quise conocer algo nuevo, así que fui a La Benita, ubicada en los Claustros de la Compañía de Jesús —en la actualidad, habilitados para fines comerciales—, a donde se ingresa por la primera cuadra de la calle General Morán, a un paso de la Plaza de Armas.
Disfruté mucho de mi almuerzo al aire libre, observando el diseño arquitectónico de los claustros, viendo a la gente pasar mientras me deleitaba con el coctel Benita que había pedido, y recibiendo una magnífica atención. No obstante, debo decir que esperaba más del rocoto relleno que ordené. Es posible que, al haberme percibido el mozo como “nuevo” para la comida típica arequipeña, haya indicado que eliminen el picor —muchas veces, intenso— del plato solicitado. No obstante, rematé con un excelente postre de queso helado.

Al regresar a mi hotel, pasé por la Feria de Artesanías del Sur, que estaba en camino, y terminé de comprar los recuerdos que deseaba. En el hotel, tenía dos opciones: o esperaba en el sillón de la recepción, o me iba a esperar al aeropuerto. Decidí por lo segundo.
Me pidieron un taxi cuyo precio fue de solo 16 soles, una cachetada para todos aquellos taxistas que buscan aprovecharse de los turistas. Le pagué con 20 al llegar, pero no había previsto su falta de sencillo. No obstante, no me hice problemas. Me salió 18 por ese asunto.
En el aeropuerto, no pude pasar de frente a las salas de embarque por haber llegado muy temprano. En realidad, no podía ingresar mi maleta guinda a bodega porque, dada la hora de mi vuelo, aún no estaba habilitada esa opción, así que tuve que esperar largo rato en una sala aledaña.
Finalmente, ya en sala de espera, donde comí un sándwich mixto de 15 espectaculares soles, llegó el momento de volver casa. Un viaje caluroso y turbulento, pero con el objetivo cumplido a tiempo, como suele ser la experiencia LATAM.
Ahora, solo quedaba ir y abrazar a las personas que tanto amo, mi familia.