Los jefes, el jefe

Por muchos años, había deseado empezar mi jornada de mil años de leer los escritos de Mario Vargas Llosa de principio a fin y en orden cronológico. En el camino, haciendo caso omiso a esa regla, leí dos maravillosas obras, Cartas a un joven novelista y La llamada de la tribu.


Nunca había sentido más el que un libro me hablara tan de cerca como lo hizo el primero. Fue como si el autor estuviera dictándome una clase particular y a mi lado (esta salvedad tiene mayor sentido en tiempos de covid-19). El segundo me fascinó por el concienzudo y honesto análisis que realiza de una serie de pensadores, sobre quienes, en definitiva, ha leído reiteradas veces y les ha dedicado incontables horas de reflexión. Sin duda, me llevó a repensar lo que había conocido de la postura política de izquierda, la cual ya venía causándome cierta decepción. Es decir, había empezado a sentir un desencanto del pensamiento de izquierda, y La llamada de la tribu contribuyó a reforzar ese declive. Tampoco se trata que me haya ido al bando de la «oposición». Es solo el hecho de entender que somos personas antes que un «polos». En última instancia, no existe una delimitación de las corrientes de pensamiento. Aquellas solo viven en las mentes de las personas y, para colmo, de manera difusa.

Volviendo al asunto de la presente entrada, también he podido leer un sinnúmero de artículos de opinión de nuestro Nobel de Literatura en su columna Piedra de Toque, publicada quincenalmente en el diario El País de España y replicada en el Suplemento Domingo de La República, diario peruano. Ah, sí, y un capítulo-ensayo llamado «La verdad de las mentiras», que leí en el taller de Crónicas que llevé en el primer trimestre del año. Absolutamente magnífico. Como nuestro profe’ mencionó en una clase, «Cuando Vargas Llosa era chévere». Ciertamente, espero descubrir los cambios por mí mismo en la jornada de mil años que, felizmente, ya he empezado.

A pesar de la limitada lectura que he hecho del escritor a este punto -considerando el tamaño de su producción-, siempre ha sido un referente en mi pensamiento, aunque algunas de sus ideas me hayan generado una notoria molestia, las cuales pienso refutar en este blog cuando «formalmente» llegue a ellas. Sin embargo, no es el caso ahora, sino el de contar que he completado la lectura de la edición de Santillana (2010) de sus cuentos: los seis de Los jefes (1959) y Los cachorros (1967). En esta oportunidad, me referiré a los primeros.

Si hay un elemento que destaca en cada uno de los seis, es su dinamismo. Cabe recordar que hablamos de los siguientes títulos: «Los jefes», «El desafío», «El hermano menor», «Día domingo», «Un visitante» y «El abuelo». Quizás sea por la naturaleza de los relatos en sí mismos, pero, en cada uno, desde un comienzo, la expectativa se hace muy presente: hay una situación en evolución, las aguas no están tranquilas, y quieres saber más. Y así continúan hasta alcanzar las definiciones finales, tanto para descubrir que no existe necesariamente un final: tan solo, retazos de historias más grandes, historias de vidas en conflicto, o atravesando uno. Sin embargo, esos retazos son suficientes, y ello es lo magistral.

Es como saltar de un conjunto de vidas a otro en algún momento de la cronología de su existencia y observar, por un breve lapso, qué están haciendo, viviendo, sufriendo. Son muestras de retazos vívidos de lo que nos rodea, aunque hayan sido contados, en modo ficción, hace más de 60 años. Y es que la Lima urbana está allí, tan bien reflejada, tan bien escrita. Lima y sus caracteres en interacción, con la excepción de dos de los cuentos, «El hermano menor» y «Un visitante», que salen de dicho espectro, pero se mantienen en el país.

Puedo notar que, desde el principio, Vargas Llosa fue atemporal, y no me sorprendería que, más allá de «Los cachorros», que comentaré en otra entrada, encuentre mucho más de esa magnífica vividez de la ciudad, en especial, la limeña.

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