A continuación, comparto la crónica que escribí para un taller que estoy cursando [actualización 19/03: «que cursé»]. Nada personal.
“Estoy parado desnudo frente al espejo” ha resultado ser, tal vez, la peor manera de iniciar con esta crónica. Tampoco es que la haya considerado la mejor manera de inspirarme, por lo que dejaré mi libreta un momento e iré a vestirme. La verdad es que he comenzado textos con tanta facilidad en el pasado que, el hecho de no poder plasmar una primera línea aquí, me inclina a dejar a mi lapicero dirigir mi mano y esbozar cualquier sinsentido sobre el papel. Sí, creo que arrancaré así.
Sin duda alguna, es una ocasión especial y el motivo no podría ser más peculiar, tanto que hasta podría usarse como un inicio para alguna otra crónica: “Me siento extrañamente vigilado”. Por supuesto, esto no es un blog personal —lugar común para el auto descubrimiento del ridículo al revisitar sus antigüedades— ni tampoco un plano académico —espacio que también ha recibido algunas de mis ideas expresadas en un registro absolutamente distinto. A partir de escritos anteriores, el actual sería una especie de “crónica en (eterna) construcción”. Es decir, en pocas palabras, labrada exclusivamente, valga la redundancia, para una clase de Crónicas: cada vez que pueda ser mostrada, por naturaleza, siempre habrá algo que alguien tenga para decir al respecto. Y, como entenderás, también convive con ello una “ligera” presión: o bien intentar ser una mezcla de Guerriero, Caparrós, Calvino, Roth y puntos suspensivos, o ser el clásico —y nunca conducente a nada—, uno mismo.
Inicialmente, había pensado escribir sobre uno de los viajes de mayor significancia para mi historia de vida, una experiencia cuasihollywoodense de fracaso y victoria (o quizás al revés), pero decidí que valía lo suficiente como para someterla al trabajado escrutinio de palabras mentalmente dibujadas y sabiamente vocalizadas de mis lectores (esto último suena muy presuntuoso), quienes me acompañan en clase. No obstante, sé que lo vienen haciendo desde la primera línea que dio a leer Juan, nuestro profe. Y es que, lanzar letras sobre la hoja sin poder evitar el tratar de anticipar, con fines de esquivar, los posibles puyazos que van a llegar (rimas inintencionadas), es sumamente complejo. Es como ser un ministro de Vizcarra tratando de hilvanar una declaración con la esperanza de no ser “renunciado” al día siguiente.
Ciertamente, no sé si habré podido emplear correctamente la magna institución del adjetivo con la dosis adecuada de precisión y de poco menos que moderada grandilocuencia; ni tampoco si, en algún punto, habré elaborado una interesante y siempre bien ponderada, como la llamaría, “selección de ítems”; o si, incluso, habré apelado a más sentidos de aquellos que se ubican por encima del cuello (será que no cumplo con el requisito de tener alma); ni si habré descuidado el uso de descripciones engendradas de un más que fino pensamiento lateral (si lo intentaba, seguro ni enviaba el texto). Sin embargo, pude llegar al final de una… ¿crónica?, en la que hasta me pasé del número de párrafos que se había fijado y donde ni siquiera redacté una sola línea de lo que inicialmente tenía pensado. Aun así, el proceso fue más que divertido.