Algunas veces me he preguntado, con una mirada puesta en mi propio interior, cuáles con esas «condiciones» o «parámetros» que deberían darse, o que debería alcanzar, para «poder» sentir que he vivido de manera plena. En esa línea de pensamiento, sin excepción, llegan a mi mente imágenes de mi persona en lugares lejanos, lugares imaginados, lugares donde he llegado a parar por un motivo no definido. Y son lugares donde me encuentro solo; quizás, con los pies en algún puerto, el inmenso mar a mi derecha, el borde de una ciudad distinta siguiendo el trazado de la interminable y sinuosa orilla; una ciudad que no está lejos de donde me encuentro en ese momento -es más, desde donde he caminado hasta aquel lugar-, con sus luces amarillas, sin que se perciba una sobresaturación de las mismas, sino solo una brisa tenue que acompaña al hermoso azul claro de la noche. El matiz perfecto.
Y un pensamiento que va conmigo, que trata de expresarse en mi mirada, pero se percibe mayormente indefinido, principalmente porque, más que un pensamiento, se trata de una sensación. «Aquí me encuentro, hasta aquí he llegado», y la eterna interrogante de cuál es el mundo que me espera. O, mejor, cuál es el mundo que busco. Un viaje, un apartamiento, una búsqueda, podrían ser el reflejo de un sentir que no llega a concretarse, un sentir que muchas veces se recibe como una dulce nostalgia, pero también como una tristeza no reconocida, aunque ya no genere desasosiego.
La verdad es que, tal vez, estamos destinados a ser migrantes, todos. No pretendo ponerme en el lugar de quienes han tenido que migrar, pero pienso que, en algún momento de nuestras vidas, terminamos siendo migrantes de nosotros mismos: buscamos realidades más allá de donde nos encontramos, pero no reconocemos que es en nosotros donde no hemos podido encontrar la claridad, por lo que intentamos dejar atrás las nubes borrascosas de nuestras sensaciones más cotidianas.
No sé si alguna vez llegue el momento en que tenga que migrar. Este verbo, pero sobre todo el adjetivo «migrante», ha estado muy presente en el pensamiento latinoamericano de los últimos años, en algunos países más que en otros. En sí, gran parte de la constitución del continente americano se ha dado por migración, la cual ha sido desencadenada por -y ha desencadenado- procesos sociales y políticos de los más variados y trascendentales en el tiempo, en la historia nuestra. Quienes vivimos ahora, somos la continuación de las luchas del pasado y de los procesos de modernización impulsados desde Occidente. El pasado siempre es rico, y no me refiero a una valoración social de los acontecimientos, sino del conocimiento acumulado que puede aportar al presente.
No obstante, por la naturaleza del tiempo, el pasado es constantemente acumulativo, el presente es constantemente «constante», y el futuro es una imagen que, constantemente, está fuera de nuestro alcance. Pienso que ello trae muchos cuestionamientos y reflexiones sobre la manera en que vivimos, individualmente y como sociedad, la manera en que encaramos las vicisitudes de nuestro desenvolvimiento en el mundo, la manera en que nos relacionamos con los demás -y la manera en que evitamos relacionarnos con otros-.
¿Qué estamos haciendo frente a la realidad de dicho pasado, la permanencia del presente y la inmaterialidad del futuro? Algunos se quedan y otros se van. Y puedo admirar a quienes se quedan y también a quienes se van, ya que hay que estar en el pellejo de cada persona para realmente saber lo que es la resistencia o el afrontamiento de lo adverso, muchas veces en plena desnudez, una desnudez no entendida desde la apariencia. Lo demás, son solo palabras.
No pretendo defender ni justificar a nadie, pero tampoco pretendo hacerme de la vista gorda frente a un mundo donde la necesidad es grande y, los cambios, tan veloces y profundos. Sin embargo, el saberlo, quizás, sea uno de los vacíos más grandes que, al menos en el tiempo actual, se puede experimentar.
Tampoco pretendo que este sea un escrito moralista, sino expresar que permanecen situaciones, realidades, que, inevitablemente, llegan a interpelarnos, en mayor o menor grado. Una de esas situaciones es la migración, una migración proyectada como necesaria, y no podemos pasarla por alto ni despreciarla; un aspecto que, no obstante, no remueve la, también, necesidad de controlar el mal vivir.

Once historias de personas que tuvieron, al menos, una experiencia de migración en el Perú, ya sea por motivos laborales, circunstancias de vida imperantes, proyectos personales, pasiones, o experiencias inesperadas y/o lamentables. Algunas se quedaron, otras no. Otras guardan un recuerdo del cariño al país, otras no tanto. Y así la vida continúa. Aquí o en algún lugar del mundo.
Maravilloso trabajo el de Pedro Llosa Vélez, un profesional que conoce el oficio de escribir como el más ducho entre los artesanos.
Un libro que tiene que continuar.