Entre queñuales
Hay un nombre que he escuchado muchas veces a lo largo de mi vida, siempre como un personaje mítico, encumbrado, de gran trascendencia; alguien que no se debe pasar por alto, alguien para quien se debe estar preparado, alguien que sabe más sobre aquello que es parte de nuestra sangre, la sangre peruana —el Perú profundo— que nos constituye, una realidad aunque haya quienes quieran ser indiferentes. Ese nombre es el de José María Arguedas (1911-1969).
Ha sido una debilidad personal en mi existencia como peruano el no haber dedicado parte de mi tiempo a leer a este gran escritor y ensayista, pensador y creador. Si bien esta entrada no está destinada a hablar de Arguedas en específico, sino a la primera obra que he leído de él, Yawar Fiesta, sí diré que es una persona a quien deseo conocer mucho más a través de su obra, novelística y antropológica, y a través de ella al Perú.
Yawar Fiesta fue publicada originalmente en el año 1941 y su historia está ambientada principalmente en el pueblo de Puquio, ciudad capital de la provincia de Lucanas, en el departamento de Ayacucho. Un pueblo donde convergen distintas comunidades y donde se va desarrollando una serie de acontecimientos como anticipación de un gran evento a tener lugar un 28 de julio, día de la Independencia del Perú, como cada año. Un evento que es el más importante y más esperado del año en el lugar. Se trata de una versión de la siempre sangrienta corrida de toros, en la que la muerte no solo se presenta para el animal mediante dinamita, sino también para indios apresados y lanzados al ruedo a su suerte, en ocasiones en estado de ebriedad, quienes deben enfrentar la bravura y salvajismo del animal. La corrida de sangre es el pan del día.
Arguedas no solo cuenta la historia como una sucesión de hechos entrelazados desde un punto de inicio hasta un desenlace. No. Él sumerge al lector en la vida de dicho pueblo, con diversas llamadas a su historia y una muestra sin restricciones de la cotidianidad del racismo y el desprecio de unos hacia otros, los mecanismos de gobierno, las percepciones de la costa (sin énfasis en Lima), los cambios que trajeron el pasado colonial y las migraciones, y las características más intrínsecas del poblador de la sierra. Con Arguedas, se llega a sentir que la historia narrada ha sido vista por sus propios ojos (y no sería un dato errado decir que él mismo vivió en el pueblo que describe). Su narración, no solo de la historia contada sino también del paisaje, un paisaje de sierra peruana ayacuchana que está constantemente presente, es vívida.
Además, hay una sensación de protesta en sus palabras, aunque más en los dos primeros capítulos, a partir de cuando ya empieza el autor a hacer surgir en el texto las relaciones de cotidianidad de la manera más honesta. Y su lenguaje, a pesar de combinar el español y el quechua, con predominancia del primero, no impide seguir la línea de la historia. En cambio, esta se entiende muy bien, a excepción de algunas precisiones que a veces podrían olvidarse. Sin embargo, en la edición de Editorial Horizonte, el libro incluye dos listados de vocabulario elaborados por el propio Arguedas, así que se acaban los “inconvenientes”.
Y también es importante reflexionar sobre un personaje —no humano— que cruza de manera transversal la historia contada: el Misitu. ¿Quién o qué es el Misitu? ¿Quién o qué representa este importante toro en estado salvaje que huyó de una matanza segura, de la que sí sufrieron sus progenitores, se instaló en los queñuales de la puna y era visto como una leyenda por los pobladores, a quienes inspiraba respeto? ¿Quién o qué es este toro indomable capaz de desgarrar la vida de personas por su fiereza y que sale a defender su territorio cuando se le va a buscar? ¿Quién o qué es este “Misitu” de quien se habla entre susurros, como una fuerza que está más allá del alcance de cualquier humano?
¿Quién o qué es este animal al que un “ejército” de pobladores de una comunidad específica salió a capturar estratégicamente —una lucha donde uno de ellos terminó atravesado— para arrastrarlo, con todo el dolor de su alma a cuestas, por el largo camino hacia un establo donde esperaría a ser liberado en la plaza construida especialmente para la corrida de ese año, la cual, por disposición de las autoridades nacionales, fue prohibida en la versión que había sido vigente hasta ese momento y que sería reemplazada por una versión “oficial” que seguía los parámetros convencionales? ¿Quién o qué representa este toro, el Misitu, que termina haciendo huir al torero traído desde Lima, jamás agacha la cabeza, pero luego le toca trastabillar?
No soy un estudioso de Arguedas, pero, en definitiva, pienso que el Misitu tiene un significado y me encantará descubrirlo. ¿será el andino, o el inca, sacado de su tierra por la colonización española y puesto bajo servidumbre, donde será maltratado, humillado y por siempre desplazado? ¿Será el reflejo de la resiliencia del migrante interno hacia una realidad nacional donde, frente a la falta de una estructura unificada de país, debe luchar contra la discriminación y adversidad para poder mantenerse en pie en un mundo que lo somete? El hecho de que el toro haya marcado su territorio en lo inhóspito de la puna y sea asimilado como una leyenda, ¿hace un llamado a ese elemento inalcanzable de la pre-peruanidad que quedó enterrada en un pasado al cual solo se tiene acceso mediante la lectura y la comunicación de la tradición? La profundidad es, sencillamente, muy grande.
Un saludo con luqu en mano para usted, Sr. José María Arguedas.
Así empieza…
Entre alfalfares, chacras de trigo, de habas y cebada, sobre una lomada desigual, está el pueblo.
José María Arguedas, Yawar Fiesta. Editorial Horizonte (2011).
Desde el abra de Sillanayok’ se ven tres riachuelos que corren, acercándose poco a poco, a medida que van llegando a la quebrada del río grande. Los riachuelos bajan de las punas corriendo por un cauce brusco, pero se tienden después en una pampa desigual donde hay hasta una lagunita; termina la pampa y el cauce de los ríos se quiebra otra vez y el agua va saltando de catarata en catarata hasta llegar al fondo de la quebrada.
El pueblo se ve grande, sobre el cerro, siguiendo la lomada; los techos de teja suben desde la orilla de un riachuelo, donde crecen algunos eucaliptos, hasta la cumbre; en la cumbre se acaban, porque en el filo de la lomada está el jirón Bolívar, donde viven los vecinos principales, y allí los techos son blancos, de calamina. En las faldas del cerro, casi sin calles, entre chacras de cebada, con grandes corrales y patios donde se levantan yaretas y molles frondosos, las casas de los comuneros, los ayllus de Puquio, se ven como pueblo indio. Pueblo indio, sobre la lomada, junto a un riachuelo.