Una persona ha muerto frente a todos nosotros.
Fue una señora; ella se desplomó y el golpe fue sonoro. Estábamos en la Sala 1 y yo me encontraba a cierta distancia. Me encontraba leyendo el diario y, en un corte, me detuve para observar lo que había pasado, aunque no inmediatamente. Ella estaba allí, en el suelo, de espaldas, y un paramédico –o alguien con entrenamiento y la responsabilidad en brindar primeros auxilios– le estaba aplicando, con su mejor esfuerzo y destreza, la RCP (reanimación cardiopulmonar), mientras una acompañante de ella le sostenía los pies levantados.
Se mandó traer oxígeno y este llegó luego de unos minutos. El intento por hacerla reaccionar continuó incesante por largo rato, mientras el paramédico alternaba con evaluar sus signos vitales. Llegado el momento, concluyó que no había más por hacer. Se sacó su camisa blanca, propia del mundo de la medicina, y le cubrió el rostro. Ella había muerto. La acompañante abrazó a otra mujer en tristeza, quien quizá también iba con ellas. A mi costado, dos señoras se sintieron afectadas emocionalmente al determinarse el deceso. Luego, fuimos pasados todos a la Sala 3 y se cerró el acceso a las Salas 1 y 2, contiguas y sin separación.
Me pongo a pensar en lo acontecido. Me generó tristeza ver a la señora en el piso, con sus piecitos levantados y el paramédico tratando de resucitarla, o reanimarla. Pienso en su vida, en cómo puede haber brindado amor y formación, compañía y transformación. Quién sabe si también generó nuevas vidas. Me imagino a alguien que ha dejado huella en los entornos donde se ha desenvuelto, donde ha vivido. Imagino su importancia para otras personas y cuánto la habrán querido, cuánto la habrán amado. Y cuánto ella habrá amado. Y, en un instante, todo ello enfrenta su final, ¡en un instante! En un instante, todo se desvanece y ella se vuelve un recuerdo.
¿Es así de fugaz la vida? ¿Cuál es nuestra relevancia como seres humanos? ¿Qué es lo que sigue después de nosotros? No, no hay desvanecimiento. Ella vivirá a través del amor que quienes vivieron a su lado podrán recibir y dar, y estará presente en sus recuerdos y acciones. Lo que dejamos en la tierra no desaparece. No solo somos una presencia física sin ninguna relevancia. Entonces, ¿cuál es el sentido en no vivir la vida a pleno? ¿Cuál el sentido en no aspirar a ser lo mejor que podemos ser? ¿Cuál el sentido en no amar el mundo?
Una de las últimas frases que dio Mario Vargas Llosa, un hombre de 82 años, en el Hay Festival Arequipa 2018 estuvo referida a su carencia de miedo frente a la muerte. ¿La razón? Su intento de vivir, en todo momento, la vida a plenitud, lo que lo mantiene preparado para cuando se tenga que ir. Es decir, el miedo a la muerte queda expresado en la evaporación de la oportunidad de haber sido relevantes, y no me refiero a la fama o los grandes logros, sino al haber dejado el máximo de nuestro entusiasmo por la vida en que nos encontremos y estemos construyendo.
Me voy con esta idea y con el recuerdo de la vivencia descrita, para tener presente, siempre, que habrá mucho por recorrer, y habrá que hacerlo con una sonrisa en el rostro.
Que ella en paz descanse y sea feliz.

•~…que reflexión tan valiosa nos dejas.~•
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Muchas gracias por tus palabras, estimada. Te mando un abrazo fuerte.
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