El mismo día que vi La hora final, visité el teatro del Centro Cultural de la Universidad del Pacífico para presenciar la obra La hija de Marcial por una invitación que había recibido. En esta obra, su director, Héctor Gálvez, que tuvo como directora adjunta a Maricarmen Gutiérrez, explora cómo una comunidad andina, que ha sufrido los horrores de la época del conflicto armado interno, enfrenta el repentino «aparecer» de uno de sus desaparecidos, mucho tiempo después, cuando la peor parte de la época aciaga había mermado (con lo cual no quiero implicar que, en la actualidad, el Perú esté libre de terrorismo y no haya quedado sufrimiento). Esta historia fue inspirada por un acontecimiento que vivió el director en una comunidad ayacuchana y que relata con sus palabras:
En el patio de un colegio deshabitado, se encontraron los restos de un varón desaparecido en el año 83, al cual se logró identificar porque su cráneo estaba cubierto con una chalina que llevaba las iniciales de su nombre. Cuando se pensó que había acabado la eterna espera, comenzó otra: que vinieran a exhumarlo. (Gálvez, 2017)
Para la ficción, Héctor enfocó la historia desde la mirada de la hija del desaparecido, quien solo conoció al padre a través de las palabras de su madre. El desaparecido fue encontrado en lo que se consideraba el terreno que custodiaba un viejo comunero, quien, a regañadientes, ayudó a proteger el lugar donde estaba el enterrado mientras no se resolviera el trámite burocrático (tediosamente burocrático) que debía llevar a cabo el alcalde del pueblo con las instancias correspondientes en Lima. Lo que al inicio iba a durar algunos días para que el cuerpo pudiera ser desenterrado y su funeral llevado a cabo, terminó siendo un extenso periodo de meses, en el cual oscuros secretos acabaron siendo revelados.
Muchos acababan yéndose de la comunidad, ya que no veían un futuro allí. Sin embargo, ella se mantuvo, la hija, con gran resignación e ira interior pero, a la vez, un gran sentimiento de culpa. Ella tuvo que cargar sola con el peso de ese proceso y enfrentarse, cada vez más, al rechazo de su comunidad. «¡¿Por qué has aparecido ahora?!», le reclamaba a su padre; sin embargo, si le das un segundo pensamiento desde cierta distancia, ¿no es algo que se esperaría que suceda con todos los desaparecidos? Asimismo, ¿no es una pregunta que podría haber surgido también en cualquier época ante un hecho así? ¿Y no es esa pregunta un reflejo del significado del desentierro de aquel comunero para una comunidad golpeada por el conflicto armado? A lo que quiero ir es, ¿existe un momento, realmente, en que la comunidad puede estar preparada para un hecho así, con todas las memorias que puede despertar? No soy yo alguien que pueda proveer una respuesta. Las respuestas, quizás, podrán encontrarse en, o pensarse desde, los sentires de cada persona que tuvo que vivir esa experiencia, si es que algún día llegan a ser expresados.
La hija de Marcial es una obra ambientada en las alturas de una comunidad ayacuchana y, principalmente, de noche. Se ven las montañas al fondo, las estrellas que cubren el cielo y las fugaces que pasan. Es una obra corta y con un mensaje directo. Critico lo innecesario que fue para una escena, en la aparición de dos ancianas viudas fallecidas como fantasmas para hablarle a Juana, la hija, que fueron interpretadas, en su doble papel, por el comunero del terreno y el alcalde, y que ingresaron lentamente al escenario agachadas, con sus achaques de vejez, casi arrastrándose, el estar en completa desnudez. El intento de generar impacto a través de ese detalle se salía del contexto de la obra.
Más allá de ello, el fluir y las actuaciones fueron muy buenas, en especial la de Kelly Esquerre, que en todo momento hizo palpable la inocente resignación de Juana por lo que estaba ocurriendo y lo inesperada de la vivencia. Muchas felicidades por el excelente aporte y a seguir en la lucha.
Con esta obra -mi primera en el teatro- hago un nuevo intento para tratar de acercarme a esos muertos, nuestros muertos. Aunque uno quiera olvidarlos, ellos salen para demostrar que todavía somos incapaces de encararlos.
Héctor Gálvez, 2017