—Y tú, ¿dónde la llevas?
—Aquí, en la entretela.
Quizás, ese solo intercambio de líneas sea la expresión más contundente de una película a la que considero de inmenso valor artístico y psicológico. Él, con la convicción de quien sabe qué debe hacerse en vida, le sugiere –la incita a hacerlo– que siempre cargue una foto de su madre con ella. Ella lo mira un momento y, luego, le pregunta dónde lleva la suya, en referencia al recuerdo de su madre, y la respuesta ya la han leído. Esa respuesta es acompañada de una mano llevada al pecho, señalando a su vez el corazón y una zona de su saco.

Él, un modisto clásico muy reconocido, le cuenta que, en el diseño de una prenda de vestir, se puede esconder lo que uno quisiera entre las telas, algo que tan solo quien diseña podría llegar a conocer. Se refiere a frases bordadas, aunque, en su caso, llevaba un mechón de pelo de su difunta madre. La contundencia de las dos líneas del diálogo que coloqué al inicio está en la sutileza de decir que lleva a su madre «en la entretela», y acaso sea el «inconsciente», un lugar laberíntico donde se almacenan aquellas historias, si se les puede llamar así, enrevesadas e inaccesibles de nuestras vidas que terminan influyendo considerablemente en la manera como somos y como sentimos.
En el caso de él, había quedado particularmente marcado por la relación con su madre en su vida, quien, en el momento de los hechos de la película, ya era solo un recuerdo en su memoria. No obstante, un recuerdo cuyas ramificaciones imponían un sesgo en su interacción social. Su madre siempre estaba muy presente en él, quien le profesaba un amor muy grande, pero era, además, alguien de quien no se desligaba en el sentido de mantener una obsesión emocional perenne. La ausencia de la madre lo subsumía en la más absoluta aversión a la incertidumbre, generadora de notoria desestabilización en su estado de ánimo. Es decir, él era como una prenda por siempre colgada de un perchero: sin el perchero, quedaba indefenso. Es por ello que diseñó un sistema complejo, rígido y hasta ridículo de reglas para poder construir su vida: sus rutinas, sus expectativas respecto de los demás, sus gustos y disgustos, etc. Quien no encajara en su mundo estaba condenado a la decepción.
Sin embargo, no estaba solo. Su hermana, quien llevaba la administración del negocio, funcionaba como una contención para su (des)equilibrio emocional, cambios de humor, desbordes en la aplicación de sus reglas, y más. Pero, más allá de eso, su sentir era la de una mujer que ya había asumido, como parte de su vida, la resignación de tener que acompañar a su hermano en la suya. Cabe mencionar que no se desarrolla en la película la naturaleza de esta decisión, aunque será interesante imaginarla. Asimismo, la Casa Woodcock –por el apellido– no solo era el lugar donde trabajaban, sino también donde vivían, y él contaba con un equipo de costureras a su disposición que ejecutaban al pie de la letra sus indicaciones (y respetaban sus reglas, por supuesto, como mantener el más absoluto silencio). Ellas pasaban gran parte del día allí.
Su forma de ser no afectaba, no obstante, su inmensa capacidad para llevar a cabo su profesión. Su madre se la enseñó y él terminó convirtiéndose en uno de los nombres más reconocidos en la confección de vestidos para mujeres, sobre todo para lucirlos en grandes eventos. Una de sus clientes fue, por ejemplo, una princesa francesa a quien le confeccionó su vestido de novia y que, en el pasado, lo había hecho para otras ceremonias de índole católica.
En definitiva, era un apasionado de su trabajo, pero cabe pensar si también lo era de la imagen de la mujer, de la feminidad, ya que, de forma paralela, siempre había estado en busca de una musa que se convirtiera en su inspiración y que, además, sin ser consciente de ello, mediante el adaptarse (dificultosamente) a su vida, funcione como un reemplazo de su madre. Indudablemente, el notorio encanto con que lograba que una mujer se fijase en él terminaba por ser insuficiente cuando la relación ya andaba formada y en pleno desarrollo. Tarde o temprano, ella llegaba a descubrir (y sufrir) el «cuidadoso» mundo que él había confeccionado –lleno de rigidez e insulsa exquisitez–, y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo ni, al menos, tener un papel definido por ella misma, ante lo cual la relación fallaba.
Su carácter obsesivo terminaba imponiéndose sobre todo aspecto del mundo social que lo rodeaba y no era capaz de entender el porqué de las consecuencias. Tampoco es que le interesara. Quizás, en medio de sus supuestas certezas, elegir romper sus esquemas era inconscientemente equivalente a quedar pisando vacío, a «soltar la mano de su madre», y ello lo aterrorizaba. Por ello, no había rastros de posibilidad de que a él siquiera se le ocurriese cuestionarse a sí mismo, y todo esto acontecía frente a la mirada intuitiva de su hermana, quien, aunque bastante sosegada de carácter, sabía cómo y cuándo cuestionarlo y provocarlo mediante el sarcasmo.
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Percepciones. Parte 1