Amanece. Es 1° de enero de 2014. Muy temprano, terminamos de alistarnos y nos dirigimos al aeropuerto Capitán FAP Guillermo Concha Iberico. Increíblemente, nos damos con la sorpresa de que el vuelo se había cancelado y, lamentablemente, no había ningún personal de Avianca que nos diera mayor información. Me quedé afuera con las maletas mientras mi padre se dirigió al mostrador a ver la manera cómo conseguía una respuesta respecto de nuestro retorno.
Pudo conversar, solo a raíz de la presión que colocó, con un personal interno del aeropuerto, es decir, no perteneciente a ninguna aerolínea. Él, muy amablemente, fue a averiguar como fuera lo que iba a acontecer con el vuelo, y logró obtener el dato de que se había reprogramado para la tarde. Tan solo nos quedó retornar a la ciudad, dejar las cosas en el hotel -donde ya habíamos hecho el check-out– y hacer tiempo. Era la primera vez que había comprado pasajes de ida y vuelta con Avianca y, desde esa oportunidad, no volví a hacerlo hasta luego de varios años. Quedé decepcionado.
Había salido el sol, indudablemente, y la plaza de armas estaba tranquila y silenciosa. «Así que este es el inicio…», pensaba yo. Estuvimos sentados en una banca. Observaba los vacíos y encontraba belleza en ellos. Es el silencio, es el ver cómo cada una de las partes está allí, expresando su existencia sin necesariamente tener vida (excepto las plantas), en un eterno reposo que llegaba a envidiar, ya que no era así como me sentía internamente.
Visitamos la catedral y paseamos lentamente por sus distintas obras de arte de personajes religiosos. Salimos por otra puerta y nos dirigimos a comer un aperitivo, en parte como un almuerzo temprano. Posteriormente, seguimos caminando por la ciudad y nos sentamos largo rato en una banca, donde en cierto momento quedé dormido brevemente, con el celular libre al costado. Ambos nos sentíamos agotados.
De un momento a otro, abro los ojos y frente a mí había un pordiosero que me miraba con una cierta sonrisa pícara, la cual encubría un mensaje como el siguiente: «¡Ajá! Mira que no te robé el celular, así que estás obligado a colaborar con una moneda», y fue exactamente lo que pidió, dinero. Mi padre, para que se largue, se la dio, ya que yo no tenía. Aquel farsante, que simuló ser un enfermo afectado por la pobreza, tanto en su expresión como en su forma de comunicarse y su postura, balbuceando un poco las palabras, luego de recibir la moneda se retiró y, más allá, volvió a su postura normal.
Estos tipos piensan que son los más astutos, que uno no descubre en un instante su «criollada», y eso los hace sentir bien consigo mismos. Es a partir de acciones como esta que se propulsa el discurso de que en Perú «se tiene o no se tiene cancha». Sin embargo, ese discurso es tan corto intelectualmente que quienes lo promulgan realmente piensan que en ello recae el destino de la socialización de toda persona, cuando la realidad es mucho más amplia. Uno, por ejemplo, puede identificar la «criollada» en el momento en que se presenta, pero decidir caminar por el costado. Se va a convivir con ella necesariamente en este país, sin que ello signifique estar siendo «engañado». A veces, una simple y llana acción te puede librar de molestias mayores, ya que esa acción no te genera mayor perjuicio. Como dar una moneda a alguien que se percibe amenazante de cierta manera, por ejemplo. De algo le habrá servido.
Una aclaración: la caracterización de pordiosero, pensado con asco al escribirlo, la uso únicamente para personas como él, a quien he descrito. No llamo así a todas las personas que piden limosna, de quienes espero que mejore su situación.
Finalmente, llegó la hora de retornar al aeropuerto. Esta vez, no hubo percance. El vuelo a Lima esperaba.
Dos experiencias adicionales que recordaré en este blog sobre los últimos meses de 2013 son, muy brevemente, las siguientes. La celebración en la oficina previa a Navidad. Había llevado un whisky y, al final del horario laboral, con todos los bocaditos que se habían comprado, más los distintos tragos, empezamos a disfrutar el momento previo al intercambio de regalos. Ella tenía permiso ese día, así que no estuvo.
Estuve avanzando rápido el whisky, al punto de que, al entrar en un leve estado de ebriedad, cuando me tocó recibir mi regalo, un vino Trapiche que había pedido en la lista interna, lo agradecí y, luego de introducirlo de nuevo en su elegante caja (y no poner el seguro), la coloqué sobre un escritorio sin mucha suavidad, con lo que se abrió la compuerta, el vino cayó al piso y se rompió. No podía creer mi estupidez ni, tampoco, la estupidez de gesticular demasiado mi sentimiento de culpa luego de haberme disculpado lo suficiente. La mancha en la alfombra se mantuvo por varios meses.
Esa misma noche, un rato después, considerando que mi casa estaba en camino de la casa de una colega amiga a quien otro colega iba a llevar en su carro, se ofreció a jalarme y acepté. Ya cuando estábamos a pocas cuadras, desde el asiento detrás de ella, alguien con quien tenía buena confianza, empecé a hacerle un cariño a sus mejillas, poco después de lo cual chocamos a otro carro que estaba adelante por alguna descoordinación. No fue tan fuerte, aunque sí se dañó notoriamente el capó. Le dije a mi colega que le ayudaría a pagar, pero él me respondió que no me preocupara, ya que había sido su responsabilidad. ¿Habrá tenido influencia el cariño que le hice a ella con su desconcentración en el manejo, lo cual podría haber significado la existencia de algún tipo de relación entre ambos del que no estaba enterado? En realidad, tengo una respuesta, quizás la respuesta, pero ya no me es relevante. Me despedí de ambos y continué caminando a casa.
Un tiempo antes, realizamos la reunión anual de «integración» en un hotel de campo llamado El Pueblo, hoy perteneciente a Decameron, donde suele efectuarse este tipo de eventos empresariales. Ella había asignado los cuartos dobles y un triple en los que dormiría el personal de la empresa. A mí me ubicó en el triple junto con los integrantes del área de operaciones. El día de la salida, un viernes, íbamos a ser trasladados en bus, todo el personal, al hotel al finalizar el horario laboral.
De inicio, había tenido un mal día, en el cual había sido ignorado por quien era mi jefe externo frente una reunión que teníamos programada. Estuve bastante malhumorado y me estuvo costando cambiar de humor. En una conversación telefónica con un amigo de la universidad estuve haciendo, incluso, comentarios demás (lo cual se escuchó por algunos) y no sentía el deseo de integrarme más que con mis colegas más cercanos. Ya después la calma llegó. En realidad, muchos allí no estaban contentos con situaciones que venían dándose en la empresa. Esta reunión no iba a cambiar las cosas, pero sí se correría chisme y crítica destructiva como loco.
Algunos tomaron de más esa noche. Un colega se puso tan mal que empezó a sacar todos sus resentimientos con quienes se cruzaba. Entre algunos lo llevamos como pudimos a su habitación (la triple…) e intentamos acostarlo. Fue difícil, ya que quería seguir tomando. Finalmente, se sentó en su cama y estuvo un rato así. De repente, haciendo un desmadre en todo el piso, se dirigió rápidamente al baño a continuar con la cuestión. Nos largamos de allí. Debíamos buscar otro cuarto para dormir, y nos concentramos en uno asignado a colegas de confianza. Fue muy gracioso. Por llegar primero, terminé durmiendo en una cama donde, quien era su dueño, acabó haciéndolo en el piso junto con otro, otro más en la otra cama y otro en un sillón, cuyos ronquidos fueron los más espectaculares que he escuchado en mi vida.
Al día siguiente, empezaron las dinámicas que se habían programado. Inicialmente, la gente estaba con ánimo apagado, pero luego empezó a cambiar. Hice algunas intervenciones en las reflexiones grupales que me valieron la felicitación sincera del gerente general. Más adelante, pude reunirme con mi jefe externo para tratar nuestra reunión del día anterior y el ánimo caldeado con el que había estado. Todo bien en ese sentido. Más adelante, conversé con una nueva colega que había ingresado hace poco a la empresa, a quien le confesé lo que sentía por la persona que copaba mi corazón en esa época de mi vida, y lo hice porque necesitaba hablarlo con alguien más. En el tiempo, cometí el error de comunicarlo a muchas personas, ya que, si bien me ayudaba el contar con los distintos puntos de vista, exponía demasiado ese aspecto interno de mi persona.
Regresamos luego a Lima sin pena ni gloria, aquel mismo sábado. El domingo fue para la reflexión y, el lunes, a empezar la semana laboral nuevamente.
Aún quedaba mucho por vivir en aquella empresa, la cual, si bien aportó bastante a mi crecimiento profesional y, por la experiencia vivida en mi paso por ella, me permitió un cuestionamiento completo sobre mi vida y mis posturas frente a esta, llegó el punto en que decidí que era momento de partir. La situación ya no era propicia para continuar dicho desarrollo.