Un día de trabajo. Larga ruta a Carabayllo. El micro se hace un horno, el olor del sudor de la gente se hace latente. Una niña que vomita y un muerto por atropello en la avenida Túpac Amaru, por Comas. Vendedores contando miles de historias y bajando sin pena ni gloria, solo esperando a subir al siguiente vehículo. Niños que suben a cantarte canciones para que les regales una propina. Afuera, la vida sigue. «¡Hajatrás, hajatrás, hajatrás! Lleva.». Ya aquí, en mi lugar, intento concentrarme en lo que tengo que hacer, aunque las nuevas realidades presentadas en mi vida solo juegan a formar nudos en mi mente. Todo en el contexto de una Lima que acaba de cumplir un año más. Hay que seguir.
…
Y, al retorno, continúa. Un problema común: estancamiento de carros y frustración generalizada. Por un momento, leo la suavidad de las líneas con las que Alice Munro describe situaciones, conflictos y sufrimientos cotidianos en sus cuentos de Amistad de juventud, pero caigo presa del sueño. Intento dormir y creo que lo logro. Mientras, el calor se mantiene y el bus avanza a trompicones, tres metros cada vez. Quizás algunos centímetros más. Cuando ya no deseo estar con los ojos cerrados, la señora de al lado anda quedándose dormida, y me resulta gracioso su balanceo del centro a la derecha, de la derecha al centro (yo estoy a su derecha). Asimismo, el señor de atrás, ya mayor, no deja de renegar en silencio por las decisiones que toma el conductor al manejar, y, hablando para sí mismo (creyendo que si le hubieran hecho caso se solucionarían todos los problemas del mundo), da indicaciones para lo que aquel tuvo que haber hecho. Lo que no entiendo es por qué se aferraba al mango del asiento y lo tiraba para atrás, como sosteniéndose para no caer en un mundo que cae a pedazos (e incomodando en algo mi viaje). Ya se bajó. Yo sigo leyendo, pero me he vuelto a detener. Quiero mirar la calle. Hay algunos detalles más, pero ya estoy llegando a mi paradero.