Munro y cinco sustantivos en la montaña

Hace menos de dos meses, emprendí una serie de viajes como parte de mis vacaciones laborales de 15 días, a los que se sumaron dos más del fin de semana previo al lunes inicial. Estuve primero en Arequipa y luego “recaí” en Huaraz. No brindaré detalle respecto de estos viajes ni sobre las zonas de montaña donde estuve, pero sí recordaré que el libro que llevé para estas vacaciones fue Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, de Alice Munro (Debolsillo, 2015), a quien regresaba después de años.

Si bien es el tercer libro que finalizo de esta autora, es el segundo del cual escribo aquí. Cuando estoy en expediciones que implican al menos un campamento, suelo llevar mi propia carpa y dormir solo, a pesar de que lo pagado incluye una carpa que necesariamente debe usarse para dos. Mi motivo es que necesito de mi propio orden (y desorden), administrar mis tiempos sin observadores involuntarios, la comodidad de no preocuparme por si incomodo a la otra persona con alguna acción o actividad, y la tan deseada concentración en solitud.

No obstante, cuando estoy en mi carpa, no estoy solo, sino que tengo dos grandes compañías: en mi celular, la sección “Guardadas”, donde almaceno fotos seleccionadas principalmente de mi familia y mi hogar, y el libro que decidí llevar. Esta vez, le tocó a Munro, pero “compañía” aquí es más el objeto —el libro— que la autora (o autor, en general) en cómo percibo la realidad. El libro, en sí mismo, es mi compañía. La lectura me da paz, perspectiva, apacigua la turbulencia de mi mente, me proyecta no solo al pasado, sino también al futuro.

En el caso de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, un libro que, de tanto tenerlo, a sus hojas le han salido una serie de manchas de vejez imborrables (una alegoría de su propia sabiduría), reviví lo que, en otras oportunidades, había concluido tras leer a Munro: en la misma forma en que ella expresa mucho a través de una paciencia y una piedad inquebrantables, su lectura también requiere de paciencia para poder disfrutarla e interiorizarla apropiadamente. Como todo buen arte.

Equivocado estuve en mi apreciación en la primera o segunda noche de la segunda expedición que realicé, cuando recibí la pregunta, en inglés, sobre qué estaba leyendo. Podía haberme quedado, únicamente, en “Alice Munro”, pero las conversaciones acarrean consigo ciertas expectativas que no pueden ser ignoradas. Así que me animé a agregar, también en inglés, para brindar un mejor contexto, que la autora es canadiense y escribe historias cortas, sin héroes, que tratan sobre las dificultades que atraviesan personajes que llevan vidas patéticas. El compañero me devolvió, entre bromas, que posiblemente me gustaba porque me hacía sentir mejor respecto de mi propia vida. Compartí la risa.

No dudo que fui mezquino en mi apreciación. Posiblemente, habría aportado una más exacta si me hubiera dirigido en español. No se trata de vidas patéticas en absoluto. En cambio, son vidas que siguieron un rumbo u otro, ya sea por distintas coyunturas u oportunidades que se tomaron en algún momento o no, y en las que no necesariamente se ha llegado a alcanzar —al menos, una parte de— lo que más se deseaba.

Asimismo, en relación con la obra, si bien Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio es también el título del primer cuento, tales sustantivos componen una realidad semántica que empapa, de una u otra manera, a los nueve cuentos que conforman el libro. Debo decir, sin embargo, que la sensación que me llevé es la de haberme encontrado, en mayor medida, con relaciones de amistad, noviazgo y amor inconcreto entre sus letras, o también con sentimientos no compartidos, o que solo han crecido por uno de los lados de la cuerda.

En cada historia, cuanto menos el personaje lo imagina, se cruza con la vivencia de un encuentro que termina iniciando, continuando o definiendo una situación de vida en donde dos personas, habiéndose o no conocido con anterioridad, comparten alguna forma de ocasión que quizá no había sido esperada —o que siempre lo fue, conscientemente o mediante una apelación al baúl de la memoria—, pero implica cierto tipo de sentimiento. Al menos, desde una de las partes, como lo daba a entender al final del párrafo previo.

En ningún caso (al menos, no está en mi recuerdo inmediato) se percibe la intención de la autora de mostrar una construcción extendida de la relación: en más de una oportunidad, ya se da cuenta de su pasado. Y, cuando no es el caso, es una eficiente agilidad la que prima sin que se pierda el tono calmado (lo cual podría atribuirse, parcialmente, al formato). Al contrario, el énfasis está en que hay vidas que pueden llegar a cruzarse —o volverlo a hacer— sin haber estado, los implicados, pendientes de eso. Es una manera que la escritora tiene para decirnos que, posiblemente, no debamos cargar nosotros con la melancolía de lo que se quiso y no fue, de lo que se intentó y no se pudo, ni con la desesperanza de que, dentro del crisol de experiencias que podrían hacernos felices, aquella vivencia que recae en el estar o compartir la vida con otra persona ya se ha ido para siempre. Y su expresión es, en ese sentido, absolutamente fina.

Por otro lado, tampoco es que lo deseado vaya a caer del cielo. Si hay algo en lo que más pienso es que vivir la vida es como estar insertado en un conjunto complejo de engranajes que deben concatenarse muy bien para que la maquinaria que la sostiene siga andando con relativa continuidad. De forma más sencilla, que la vida es, naturalmente, una búsqueda constante de equilibrios, búsqueda que, por tanto, no debería llegar a abrumar (o no en demasía). Es decir, si bien sin la generación de oportunidad se evita la posibilidad de que los acontecimientos sucedan, el equilibrio está en no olvidar nunca que el mundo, en todo momento, sigue existiendo.

Nota. El borrador de este texto lo escribí inicialmente el 8 de setiembre. Luego, lo edité el 14 y también del 19 al 20 sin mediar mucho espacio entre ambas fechas.

¿Todo bien?