Puedo pensar en la soledad que causaría al espíritu la experiencia de ir a vivir solo a un país extranjero, de manera temporal —pero no poco tiempo—, y donde el idioma es otro y la diferencia cultural aún más grande. Puedo pensar en aquella soledad, penetrante, pero no puedo experimentarla mientras no viaje en esa manera. En una convención a la que asistí en Barcelona, el excelente rector de mi universidad nos contaba de las dificultades de tener una experiencia académica en el extranjero, especialmente en un país donde la lengua es tan ajena —y la cultura, una vez más—, y no necesariamente por la travesía académica seguida, sino la vida en sí misma. Aquella soledad se vuelve, en ocasiones, tan dura, que no es compensable con las amistades o relaciones de otra índole que puedan formarse. Es la vivencia de ser absolutamente un otro, sin ningún arraigo, en una habitación de alguna pensión, o residencia estudiantil, mirando al vacío, como si se estuviera en un continuo punto muerto. Como estar suspendido, sin gravedad. Sin entender.
No puedo experimentar esa soledad, como decía, pero puedo imaginar esa situación distópica para la mente y el cuerpo. El rector nos decía que eso no sale a la luz cuando se ofrecen los programas de estudio en el extranjero, como grados y posgrados, y no sería conveniente desde el punto de vista marquetero. Aun así, puedo asociar tamaña soledad cuando de un posgrado se trata. Es una situación de vida distinta. El mundo al que uno llega es de personas que ya tienen un camino (generalmente) formado, o que ya «le pertenecen» a un determinado camino. Sin embargo, para que uno mismo viaje, ha tenido que dejar su camino en el país de casa detenido, con el fin de regresar, años más adelante, supuestamente, fortalecido. No obstante, quién sabe si, al hacerlo, realmente pueda llegar a ver el fruto de aquel fortalecimiento. Tal vez, al estar de vuelta, descubra que el país que había dejado atrás ya no era el mismo, y ya no había más camino al cual retornar. Es diferente cuando se es más joven: hay una mayor camaradería entre personas (alumnos y alumnas) que recién podrían estar formando sus verdaderos deseos y sueños.
Quizás, se trate de una cuestión de tiempo para la —forzosa— adaptación. O también, que se esté tan «curtido» por la vida vivida que ya nada a uno lo afecte en algún lugar ajeno, o que esta afectación no tenga suficiente significancia. Personalmente, creo que, desde lo lejos, podría temer a esa soledad; sin embargo, con una mentalización más realista, tomando muy en cuenta el estilo de vida que he llevado, es más probable que pueda llegar a hacerme uno con esa soledad. O tal vez sean, estas palabras, más un alarde que otra cosa.
Y todo lo anterior es en cuanto a los periodos de formación académica. Una experiencia equivalente, pero no necesariamente igual, pasaría en el ámbito de, por ejemplo, una pasantía laboral, o quizás una estadía permanente. Si es pasantía, podría ser como la de dos años de un profesor español en un college de Oxford, Inglaterra, tal y como aquella que nos cuenta el narrador de Todas las almas (1989 | Debolsillo, 2006), de Javier Marías (1951-2022), un libro donde el personaje principal presenta algunas coincidencias con la propia vida del autor, claro que intencionalmente elegidas, y señaladas en el prólogo de Elide Pittarello; y cuya implicancia para el lector es comentada por el propio Marías en una conferencia leída el 7 de noviembre de 1989 en Madrid —esta vez, recabada para el epílogo de la edición del libro—, donde intenta, dificultosamente, explicar que, si bien esas coincidencias existen, el personaje sigue siendo de ficción, una especie de «posibilidad» (este término lo uso yo) a la que le dio vida en la historia, que es narrada en primera persona.
Siendo la primera vez que leo a este escritor español, a quien conocí gracias a EL PAÍS (mejor dicho, cuya existencia conocí), y tan reconocido por el medio, puedo decir, en principio, que me ha parecido su forma de escribir de cierta complejidad por la cantidad de «inserciones», de variada índole, que realiza en sus narraciones (bueno, las de su personaje central, cuyo nombre en la obra es inexistente), pero muy interesante por la ambientación que esas intervenciones y especificidades generan. Justamente, queda claro que hay una intención —no sé si del personaje o del autor— de ser muy específico en su expresión.
Una de las formas de interpretar Todas las almas es como un tránsito a través de la soledad, a lo largo de dos años, para poder copar con ella del personaje principal, sin que necesariamente sea un hecho admitido. Sin ningún arraigo en Inglaterra, y parece que mucho menos en España (específicamente, Madrid), a partir de un amorío con una profesora casada del mismo centro de estudios universitarios —y que tiene, ella, su propia historia de impactos vividos—, llega a plantearse el alcanzar un arraigo (teniendo presente, además, que nada lo ataba, hasta ese momento, a su ciudad de origen). Y decide, asimismo, ver en ella una puerta para dicho arraigo. Esta relación, si bien puede entenderse como un elemento central de la historia, no es la única presente en el libro. Hay otras relaciones —amicales, laborales, transaccionales, etc.—, con colegas u otras personas que llega a conocer, que también definen su nostalgia, o el ánimo nostálgico —sin exclusividad— de la obra, y que son contadas con la misma importancia.
Para ser más específico, ciertamente, hay una sensación nostálgica en sus líneas, pero subrepticia. Lo que es más latente es la extrema sinceridad en el hablar y opinar del narrador, manejada, obviamente, desde las palabras que el autor, Javier Marías, quiso poner en su boca. No sé si algunas de las expresiones incluidas serían bien vistas en la actualidad, tomando en cuenta las absurdas sensibilidades que ahora existen en tantos círculos alrededor del mundo, principalmente liderados por jóvenes. Por supuesto, podría hacer mi aporte al debate sobre el que, en su momento, he leído en EL PAÍS —y sé que sigue vigente—, y que gira en torno a la libertad de expresión en la literatura —la buena—, amenazada por las convenciones pseudo intelectuales que buscan una supuesta protección de lo que yo llamaría una fragilidad e intolerancia extremas promovidas desde aquellos círculos y las personas que los apoyan. Pero no lo haré, aunque creo que podría intuirse, hasta cierto alcance, cuál sería mi postura.
Puedo pensar que la mejor literatura moderna está cargada de personajes imperfectos, con sus problemas, líos, personalidades y convicciones particulares, vividas individualmente o en conjunto. He descubierto, aunque no necesariamente por este libro (que ha sido más una reconfirmación), que es más enriquecedor para la propia espiritualidad el absorber ese tipo de literatura, donde los personajes son mostrados «desde los huesos», con toda su crudeza y mezquindad, mezcladas con los momentos de luz y bondad que son capaces de aportar.
Y el todas las almas del título me hace pensar mucho en «las almas» que pasan por la narración a dejar su cuota, menor o mayor, de explicación del mundo. Cada persona termina siendo un alma, con sus alegrías y tristezas, amores y odios, defectos y virtudes, y apariciones y desvanecimientos. Su desvanecimiento es como aquella imagen en azul que se funde con el atardecer y deja una estela en el viento del momento que quedó atrás, como representando, al mirarlo, imaginativamente quizás, un recuerdo al que hemos abierto la puerta de nuestra vida, o cerrado para siempre, pero que no deja de formar parte de los antecedentes que preceden lo que está por venir.
Nosotros mismos somos almas desvanecientes para tantas personas.

