Hamlet moderno, pero tan clásico como siempre: notas experienciales sobre el Centro de Lima. Parte 3

Al finalizar la cuadra donde estaba la covacha, tras cruzar la pista me hallo ahora en otro tipo de “infierno”. Empieza un nuevo tramo cuya acera se caracteriza no solo por ser diminuta, sino por estar permanentemente inmunda, un verdadero basurero con los restos de lo que sea que haya ocurrido el día anterior, o la madrugada del día vigente, acompañado de olores que suelen dejarme al borde del vómito, sobre todo en dos puntos particulares, donde suele acumularse y desperdigarse la basura de los muy cuidadosos vecinos de la zona.

A lo largo de la nueva cuadra, se encuentra quintas de viviendas y espacios para almacenamiento de mercancías, desde los cuales se trasladan éstas no solo para los vendedores ambulantes del jirón, sino también para otros que operan en alrededores distintos.

El ancho de la acera permite apenas cabida para una persona y un cuarto de manera relativamente cómoda. En otras palabras, no hay manera de compartirla apropiadamente. Súmale los carros que se estacionan sobre la misma, no solo por no verse impedidos frente a la falta de control de las autoridades, sino que físicamente lo pueden hacer ya que no tiene un borde elevado. Es decir, no existe ningún obstáculo para invadir el espacio de los peatones. ¿Para qué está hecha una acera si no es para invadirla con un vehículo?, ¿verdad?

Como resultado, ya no queda espacio mínimamente suficiente para caminar normalmente. Al hacerlo, sobre todo por las tardes, hay que estar alternando entre exponerse en la pista y luego alcanzar algún trozo de acera restante, si es que no hay alguien que vaya a bloquear el paso viniendo en sentido opuesto.

Al terminar la cuadra, tan solo resta una más corta para llegar al jirón que cruza en perpendicular, donde ya se encuentra mi centro de labores. Dicha cuadra (la corta) bordea, esta vez, la fachada de una edificación histórica, pero totalmente venida a menos y declarada como no habitable. Hablamos de una antigüedad cercana a los 200 años, pero el eterno descuido, muy típico en Lima, ha hecho que esté cayéndose a pedazos 1. Aun así, se usa como la extensión de las oficinas del establecimiento principal, que está al frente.

Volviendo a la cuadra corta, no es una sorpresa que tampoco esté libre de los acontecimientos. Si bien ya no sufre de pestilencias supinas, sus problemas son otros. A nivel de infraestructura, se encuentra no solo inclinada hacia la pista, sino destrozada en distintos niveles. La flagrancia es tal, con hilarantes huecos que a veces he visto llenos de basura, que es un reflejo del olvido en que se encuentra esta parte de la ciudad. Una mala pisada de incautos y no incautos podría generar tranquilamente caídas y lesiones.

Tal estado de la cuestión hace que sea mejor transitar por la pista que por la acera, aunque no es tan sencillo como parece. Tanto en ese lado de la cuadra como al frente, las veredas están completamente tomadas o bien por los vendedores ambulantes o bien por los operadores que trasladan productos para el comercio. Si bien desde las mañanas se ve a los primeros armando sus puestos de trabajo con un cúmulo de cajas tiradas por todos lados y ayudados por los operadores, tan solo un poco más tarde están listos para laborar, pero a costa de dificultar severamente el paso de los peatones. Incluso, ocupando la propia pista, debido al espacio que necesitan para establecerse.

Los supuestos carriles para los vehículos no son tan amplios. En realidad, no hay ninguna señalización que los identifique. En cuanto a señales de tránsito, en ese punto, solo existe el semáforo en el cruce de los dos jirones: el descrito y aquel donde se encuentra mi centro de labores. A pesar de ello, no hay por qué dudar de que, a diferencia de un semáforo que está más atrás, este solo funciona como un adorno para muchos.

Como el conductor en Lima (sea limeño o no) suele andar tensamente apurado, se piensa a sí mismo con derecho de decidir lo que le venga en gana al manejar, como si las vías fueran solo suyas, como si los otros autos debiesen obedecer en todo momento a sus preferencias, estilos y caprichos. Por tanto, e indudablemente, va a intentar, cada vez que pueda, embutirse en cualquier microespacio que vea, creyendo absurdamente que eso lo hará avanzar más rápido.

A ello, agrégale el estrechamiento del jirón debido al espacio ocupado por los vendedores ambulantes, quienes solo dejan un hilo para el paso de los peatones por la acera, o a veces ninguno. Y ese hilo, en ocasiones, está tan obstaculizado por otras personas y los cuerpos de los propios vendedores, que es inevitable salir a la pista. Como consecuencia, es común que los vehículos pasen casi rozando o a solo un par de centímetros de las personas, y hasta a velocidad.

Este problema se siente principalmente cuando los vendedores ambulantes ya están establecidos, hay vehículos estacionados que han invadido y ha crecido el flujo de vehículos en movimiento (ya avanzada la mañana).

Al retirarme por las tardes, también es común ver atolladeros infernales generados en el primer cruce que encuentro (es decir, al finalizar la cuadra corta yendo en sentido opuesto, entre la cuadra destrozada y la cuadra pestilente). ¿El bullicio? Peor, y los insultos cruzados son solo la cereza de un pastel rancio que es el vivo retrato, una vez más, de una parte de la ciudad que, para colmo, cada cierto tiempo, es consumida por incendios surgidos en los almacenes clandestinos de edificios creados para eso.


Nota

1 Literalmente. Cuando escribí la base del texto, no había acontecido todavía el derrumbe espontáneo de las paredes de un segundo piso que puso en peligro a las personas más cercanas que laboraban allí (muy aparte del resto de su problemática).

Copilot.

¿Todo bien?