Marcona, María, Noa, Navidad, en ruta

Parado al lado del acantilado, uno de tantos, me quedo impresionado por la inmensidad del océano. Este océano. O esta porción, conectada con el infinito. No es que no hubiese visto algo así antes, pero esta experiencia es distinta. Andar en Marcona, sumido en la profundidad de mi soledad, bordeando la inabarcablemente extensa escarpadura, con vistas al inmenso mar que se expone ante mí, me hace sentir la fuerza y la vida de la naturaleza. Nada más espiritual.

Me siento interminablemente solo, pero no emocionalmente, sino físicamente. Es como si observara la naturaleza en estado puro, sin nadie alrededor. Nadie cerca, solo el mar y yo. El mar y su sonido, y el intensísimo viento cálido chocando incesantemente conmigo. Como si me abrazara. Como si me pidiera ayuda. Como si me quisiera expulsar. Como si me saludara efusivamente. Como si me dijera que ahora soy parte de él.


Aquella tarde–noche, vi María, la película estrenada hace algunos meses en Netflix. La tenía guardada junto a otras incontables películas, series y documentales. No sé si la elegía por lo que había experimentado ese día, por la cercanía de la Navidad, por mi interés ante una nueva propuesta histórico-religiosa, o porque había conocido que la protagonizaba Noa Cohen. Posiblemente, una combinación de todo ello.

He sabido que la película ha sido criticada, y parte de dicha crítica está basada en las licencias artísticas o adaptaciones que realizó el director. No obstante, sé que hay más detrás de esas y otras críticas en relación con al menos una parte de las personas que las profirieron. El resentimiento con que se vive respecto de muchos temas, a veces, tiene la fuerza de copar la forma como se entienden determinadas realidades. En este caso, como una simple película (lo digo sin menospreciar el arte, sino en el sentido de tomarse las cosas muy a pecho).

Por mi parte, gusté mucho de lo que vi. A pesar de la antigüedad representada, la percibí con un aire ágil y sin carecer de profundidad, con sólidas presentaciones, y moderna, pero sin perder la hipotética perspectiva de la época, es decir, cómo supuestamente debía verse lo que se ve. Asimismo, otras películas en el tema del nacimiento de Jesús, o que lo han cubierto, no han estado pensadas desde la mirada de María. Quién sabe si aquí están las mayores licencias artísticas que tomó el director.

De todas maneras, que María sea la protagonista, y que haya sido actuada por una mujer que me generó tanta ternura en cada escena, me dejó un grato recuerdo. ¿Habría sentido lo mismo si otra hubiese sido la actriz? Nunca lo sabré. También podría hacerme la pregunta de si habría sentido lo mismo si hubiese visto la película en otro momento de mi vida. Sin embargo, la israelí Noa Cohen me encantó allí, en esa pantalla, en esa historia, en María, para siempre. Más allá de esta configuración de características, no sabré.

Captura de pantalla centrada de una captura, a su vez, compartida en IMDb.

El cine tiene una determinada fuerza. Si pensase en una representación de Jesús, me viene a la mente la interpretación de Jim Caviezel. Si quisiese recordar a Santa Rosa de Lima, pensaría sin dudar en Fiorella Pennano, quien marcó un rostro imperecedero para mí en ese personaje. Ahora, María es Noa Cohen. No obstante, ello, en el plano audiovisual cinematográfico. Los humanos reales, históricos, sin hacer ninguna distinción de importancia, fueron quienes fueron en sí mismos.

El 25 de diciembre volví a ver la película, esta vez, en compañía de mi familia. Lamentablemente, no pudimos disfrutarla apropiadamente ya que, al parecer, Netflix se encontraba saturada y la imagen había perdido notoriamente su calidad. El día previo, gracias a Dios y, por supuesto, a María, pudimos estar toda la familia junta y celebrar nuestra Noche Buena siguiendo nuestra tradición familiar. Es uno de los momentos más bonitos del año para nosotros.

En los días que siguieron, lamentablemente, choqué (mentalmente) con una pared. Al pagar mis deudas y revisar mis planillas de finanzas personales, caí en la cuenta de que estaba quebrado. Al menos, temporalmente. Sería muy idiota decir: “No entiendo qué pasó”. Me confié demasiado de los pagos en cuotas. En cualquier momento, el fondo del barril se llena y ya no hay dónde apretujar ni un gasto más.

Me quedé frío. Sentía que mi estructura de objetivos personales, como un castillo de arena, se desmoronaba. Ya el 2020 tuve que poner un pare a todo por la llegada de la pandemia. Y ahora, que cada vez más siento que se me acaba el tiempo para hacer lo que quiero hacer, venía esta situación. Si mis cálculos eran tan detallados, tenía (tengo) que plantearme necesariamente la pregunta: “¿Qué pasó?”. Incluso bajo el análisis más profundo, se puede estar “cegado”. No ha sido una primera vez para mí.

Sin embargo, en cada crisis —si les puedo llamar así—, el aprendizaje de vida es terriblemente marcado. En mi caso, ha sido una característica que he llevado siempre conmigo el que me guste soñar y diagramar planes. Por mucho tiempo, he pensado que no tiene sentido estar sobre los propios pies, mirando al horizonte, y decir: “Hasta acá nomás, no se puede”. Al contrario, he sido muy firme en la convicción del “se puede”. O, mejor, del “se debe poder”.

He tenido la experiencia de sentirme rodeado de lo que asimilé como restricciones, para luego decidir salir a la superficie y decir: “Voy a por todo”. He creído que estaba en el mundo para ir tras todos los “se puede”. Entonces, no cabía simplemente decirme que no.

Para evitar sonar exagerado, me refiero a ponerle un “se puede” a las cosas que me gustan y apasionan, y llegar a ellas de alguna manera. No obstante, nunca pude desarrollar la priorización. Naturalmente, priorizar es algo que todos hacemos, pero yo no la tomé con la suficiente consciencia. En cambio, este nuevo año lo he iniciado con una postura distinta, la cual, si bien la estoy manejando en buenos términos conmigo mismo, no me deja sin sentir tristeza al pensar en que habrá cosas que ya no realizaré con la premura que hubiese empleado en otro tiempo. 

La última vez que lloré —después de estar largo rato al borde— fue cuando volví a ver Andes Mágicos en Netflix, en esta ocasión, al lado de mi familia. Si bien fue una segunda ocasión para mí, las emociones que me generó fueron aún más intensas. Tan solo hace poco había entrado en conocimiento del “choque” que he descrito y andaba internamente muy sensible, algo que no quería dejar notar. Sin embargo, en ese momento, no pude más.

Todo lo que podía verse, los sobrehumanos paisajes, la infinita naturaleza, la preciosidad de la música de acompañamiento, las palabras, y más, me hicieron añorar como nunca he añorado. O, al menos, como no lo hacía hace mucho tiempo. ¿Por qué? Porque sentía que el mundo de mi vida se me iba de las manos. Se deshacía, y yo quedaba atrás. Descubrí, entonces, mi más sentida prioridad, donde iban (van) a estar destinados mis esfuerzos centrales.

Mi familia será siempre mi luz en el camino. Y ha sido una luz para poder ver la ruta hacia la salida de esta grieta. Hacia allí me dirijo (a la salida, no la grieta). Y, desde allí, hacia la eternidad blanca.

Kiko Loureiro siempre trayendo las mejores expresiones con su guitarra.

¿Todo bien?