Islandia (de la película) como paraíso

No sé si Islandia, en la Amazonía peruana, existe. Tampoco es que me haya dedicado a buscarla. Solo sé que la película que lleva dicho nombre me mostró una nueva faceta de mi país. Escrita y dirigida por Ina Mayushin, narra una de las historias de vida de Emilia, quien lo dejó todo al fallecer su esposo para ir con su hija al lugar más recóndito (está bien, uno de los lugares más recónditos) de la selva peruana, para trabajar como maestra en una escuela donde supuestamente ya la habían aceptado.

Llegar a Islandia implicaba hacer un paso previo por Santos, un pequeño pueblo que vivía de la agricultura y el comercio a través del río. Allí, un barquero la esperaría para continuar su traslado, pero nunca apareció. El caudal se encontraba bajo, y solo iba a poder movilizarse meses después, lo cual la obligó a establecerse temporalmente.

Lo que sigue es su proceso de adaptación, tan difícil para ella como sencillo para su pequeña hija. Corrían los años 50, y esa decisión de cambio de vida terminó dando un giro inesperado. Aceptó, finalmente, que ya no partiría, e intentó compenetrarse con los pobladores, que no sabían ni leer ni escribir. Una conveniencia para el alcalde, quien participaba en los negocios del comercio: los agricultores estaban siendo engañados abiertamente con pagos inferiores a los que les correspondían, expresados en documentos que podían ver pero no leer. Ellos tan solo ponían su huella y escribían, de alguna forma, sus nombres.

Todo cambió cuando Emilia, como parte de su necesidad de tener un ingreso, empezó a intentar intercambiar sus enseñanzas por algún tipo de pago o trueque. Por supuesto, se ganó la antipatía de los estafadores, quienes, si bien le sonreían, le empezaron a poner trabas. El alcalde, incluso, provocó a ocultas el incendio de la escuelita que la maestra había implementado, y lo hizo pasar como un accidente. Antes de llegar a esta tragedia, no obstante, la mayoría de los pobladores, por su miedo al cambio, no dejaban de rechazar su iniciativa y, algunos, hasta a ella misma.

Pero, como muchos proyectos disruptivos, tomó su tiempo en calar. Cuando parecía que ya era posible partir, en la balsa del transportista que estaba intentando enamorarla (y lo hacía con sinceridad), ella descubrió el engaño y los puso en evidencia, al alcalde y a él. Los agricultores lo comprobaron al ahora poder leer, y derrocaron al primero y apresaron a ambos. Luego, una autoridad del Estado llegó para llevárselos esposados en una balsa.

Emilia ya no fue a Islandia, se quedó, y dejó su legado. Su hija, en la adultez, reconstruye la historia uniendo determinados hechos con una narrativa de ficción, ideada por ella. Al final, visita Santos y conversa con los pobladores que llegaron a conocer a su madre. Aquel legado estaba allí.

Me pongo a pensar en la cantidad de pueblos así que existen en mi país. Que existieron y que existen, un sinfín de transformaciones después. Me hace amar aún más a mi tierra. Más allá de los problemas y de las personas que quieren ver todo arder, existe belleza. Allí están los peruanos y peruanas, aquellos con honradez, viviendo e intentando hacer de este lugar uno mejor, en los sitios más alejados desde la mirada de la capital.

Lo que es el Perú profundo, con sus héroes y heroínas, es lo que mantiene mi esperanza en un país cuya capital se entierra continuamente en la podredumbre generada por sus malas personas, su mala gente, que va desde los más perversos criminales hasta los políticos de mayor jerarquía —en más de un caso, la misma cosa—, pasando por el extendido egoísmo que corroe a gran parte de la población capitalina.

Sigamos empujando, siempre.

Nota. La imagen de portada la obtuve con Copilot. El documental lo vi el 2 de octubre. El afiche de la película (existe más de uno) lo obtuve de una nota del Departamento de Artes Escénicas de mi universidad, la PUCP.

¿Todo bien?