Acerca del documental ‘Misión Kipi’

Cuando llegó la pandemia, muchos engranajes que sostenían los sectores del país se vinieron abajo. Uno de ellos, como también ocurrió en una cantidad de países, fue la educación pública. Me cansé, en aquel tiempo, de leer noticias en donde escolares dependían de un celular para poder seguir sus clases pregrabadas. Ahora, súmale la débil señal o su inexistencia, que el celular no esté en las mejores condiciones de funcionamiento, que deba ser compartido con otras personas e incluso que las clases, por las limitaciones logísticas, no estén en un idioma que el estudiante pueda entender. Y eso, sin hablar de las inmensas diferencias entre tener un video pregrabado y estar frente a una interacción en la que un docente puede repetir una enseñanza con palabras o dinámicas distintas, y a quien se pueda consultar inmediatamente si no se entendió.

Leí muchas veces, también, sobre los años perdidos en la educación de la población y de cómo iba eso a notarse a futuro, cuando dichas generaciones pasen a representar una brecha de capacidades para el mundo laboral, formal o informal. Y no se trata, siquiera, de que aquella educación mediante los videos haya sido insuficiente, sino que no todos los estudiantes tuvieron acceso a ella. El bendito celular.

La decisión ejecutiva de sacar adelante la educación con medios limitados habla muy bien de las autoridades que la llevaron adelante, sin embargo, la realidad es que éramos y seguimos siendo un país con muchas carencias. Bajo este contexto, el documental dirigido por Sonaly Tuesta, y escrito por ella y Wilmer Gutiérrez, llamado Misión Kipi, me conmovió.

El documental reproduce en tiempo actual una dinámica que aconteció durante la pandemia. El maestro rural Walter Velásquez, muy conocedor de los fundamentos de la robótica, haciendo uso de la chatarra disponible, creó un robot al que dio una existencia femenina y bautizó como Kipi, una palabra quechua que significa “paquete” o “bulto que se lleva a la espalda”, según me hizo recordar Copilot (IA) basado en una nota de lanoticia.com.pe.

Con los debidos sensores, Kipi obedecía determinadas órdenes de voz, como alzar y bajar los brazos. Asimismo, en conexión con un software desde una computadora portátil, el maestro le programaba la voz y cada vez más contenido para que pueda utilizarlo ante estímulos entrenados. Con Kipi a sus hombros (o sobre un burrito), iba comunidad tras comunidad, cubriendo grandes distancias en una zona del VRAEM (Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro) para ubicar estudiantes, incluyendo los suyos, con el fin de presentarles a Kipi y realizar interacciones con ella. Estas situaciones se replican para el documental, y se observa al profesor llegando a comunidades donde ya se sabía de su llegada o de la existencia de la robot.

Fue inevitable notar que la interacción con la robot no era espontánea, sino que había un libreto preparado para hablar con ella, ya que eran esas preguntas o mensajes los que le habían sido programados previamente para reconocerlos. En contraposición, el maestro indicaba a los estudiantes que Kipi cargaba consigo una gran cantidad de conocimiento y que incluso aprendía de lo que le hablaban. Es decir, si un estudiante le explicaba algún concepto, aparentemente, era incorporado en su bagaje.

No puedo decir que conozca todo el alcance del funcionamiento de los sensores que permiten estas interacciones, pero lo que pude observar es que la robot aún tenía una serie de limitaciones que requerían de una atención más prolongada para solucionarse. Reconozco, sin embargo, que esta es una opinión dicha desde la comodidad de mi casa. Además, si se estaba buscando replicar en el documental lo acontecido con Kipi en la pandemia, entonces no todos los inconvenientes se iban a mostrar finiquitados.

Probablemente, lo más importante para la interacción con los estudiantes no hayan sido las capacidades de la robot, sino su “habilidad” para introducir, por una lado, el elemento de entretenimiento a las enseñanzas en una etapa tan difícil. Por otro, una imagen vivencial de lo que es posible.

Inevitablemente, debo hacer la siguiente pregunta. Si la robot tenía que ser necesariamente trasladada para cumplir su cometido, ¿reemplazaba realmente al maestro que iba con ella? Es decir, mientras Kipi y sus limitaciones iban a estar presentes para compartir conocimientos, el maestro también lo iba a estar. Bajo este marco, ¿dónde habría radicado la utilidad de la creación, si el propio maestro podía dictar la clase? Por supuesto, podría decirse que Kipi ayudaba a mantener la distancia (en tiempos de coronavirus), pero no es suficiente. Es más, el mismo Walter tenía que estar cerca de la robot para ir resolviendo inconvenientes.

La robot se hizo tan famosa que hasta en una comunidad le celebraban su cumpleaños, y el apoyo a la innovación hizo que se esté produciendo una versión mejorada de Kipi —y en más de una unidad— como se observó al final del documental. Pienso que su importancia ha radicado en ser un enlace entre ese Perú alejado desde la mirada capitalina y los maestros que dijeron que, de ninguna manera, la gran debacle iba a lograr que aquellos niños y niñas quedaran en el olvido.

Mi país es tan grande, tan grande. No existe un lugar donde no vaya a salir un peruano a recibirte, y, a su vez, existe tantas particularidades entre un lugar y otro, de norte a sur, de este a oeste. El Perú está lleno de belleza, pero la capital no forma parte de eso. Perú es todo aquello que nuestros ojos limeños no pueden ver. Perú es la más grande sencillez, la más grande ensoñación y la más grande inmensidad, en costa, sierra y selva, expresado en las risas y sonrisas de los niños y niñas que salen al mundo para aprender y no dejar de crecer.

Captura de pantalla de la presentación del documental en Joinnus.

Nota. La imagen de portada la obtuve con Copilot. El documental lo vi el 29 de setiembre.

¿Todo bien?