Regresaba hoy en bus a casa por una avenida llamada Brasil. Recientemente, había participado en el evento “Recorrido Arquitectónico Patrimonial – Lima: arquitectura, historia y patrimonio”, perteneciente al encuentro anual Investigación, Innovación y Creación organizado por mi universidad, una caminata con visita a puntos específicos (Plaza Mayor, fachadas del Santuario de Nuestra Señora de la Soledad, Casa O’Higgins y Casa de la Cultura Criolla Rosa Mercedes Ayarza) que, por un momento, me hizo pensar que existía un mejor futuro para mi ciudad, Lima. Antes de llegar al punto de encuentro, como estaba con tiempo, fui a pasear al parque La Muralla, a una hora —9:30 a. m. de un sábado—en que el entorno estaba bastante despejado. Me acerqué a una baranda a observar el paisaje y pensar. O no pensar, aunque pensé. Y realmente pasó por mí una sensación muy curiosa. De corazón, me planteé la pregunta: ¿cómo se puede hacer para que esta ciudad sea mejor?
Tanta historia no puede pasar desapercibida. Fue una muy bonita mañana, con un clima que anunciaba que el invierno ya se estaba acabando, donde los expositores nos contaron un poco de la historia de Lima, y nos explicaron, también un poco, sobre los lugares que estábamos visitando y las investigaciones que estaban realizando. No puedo negar que el urbanismo y el patrimonio son dos temas de mi interés. En ello, reconozco la influencia, primero, de mi papá; segundo, de mi hermana.
Pienso tanto en lo mal que funciona mi ciudad, junto a compararla mental o verbalmente con lo que observo en otras ciudades, peruanas o extranjeras, que quizás no es aborrecimiento lo que siento hacia Lima, sino una verdadera preocupación por toda su podredumbre. Y, por supuesto, gran decepción.
Otro día, no obstante, intentaba ser más frío en mis reflexiones y descubrí lo obvio: no es Lima, son los limeños. Cuando me encontraba en aquel bus, mucho antes de llegar a la avenida Brasil, al borde de la Plaza Grau, en un rojo, al lado había otro bus cuyo conductor, con el mayor de los desparpajos, trataba a la ciudad como su basurero personal: sus desperdicios volaban desde su ventana a la pista, a donde cayera. Quizás pensaba “que alguien lo recoja” o “alguien lo recogerá, qué más da”. Qué más da. Si piensas que esta es una situación excepcional, pues no: las calles, avenidas y áreas en general de Lima son el tacho de basura de los limeños. Cuando se trata de ser limpios y de cuidar la ciudad, posiblemente tengamos unas de las peores educación y cultura cívica y urbana del mundo. Si bien difiere en intensidad entre distritos, está ahí. Está siempre ahí. Nada importa.

Continuaba en el bus. Aquí, además, la conducción es un desastre. La contaminación sonora es ineludible. El mismo tipo que lanzaba su basura necesitó hacer sonar su bocina un instante y fue suficiente para dejar un aturdimiento. En Lima, si bien no es en todos los vehículos del tipo, hay buses con un nivel inadecuado de volumen, y el estruendo que hacen es gigantesco —y quienes no lo tienen, igual, interfieren nocivamente en el paisaje auditivo con la continuidad de su ingente producción “bullística”—. Pero, vuelvo a la conducción. En una esquina dada, ya en Brasil, fue necesario desviarnos debido al bloqueo de los carriles junto a la presencia de policías y ambulancias: un cuerpo muerto yacía cubierto en el suelo, a plena luz del día, y un bus un poco más allá, detenido, sin nadie dentro, y con una gran área quebrada a la izquierda del parabrisas desde la perspectiva exterior.
Si bien fue lo que podía observarse desde nuestras ventanas, mi primera hipótesis es que el conductor del bus atropelló al peatón, quien, con el choque, además de morir, quebró el parabrisas. Asimismo, el bus vacío daría a entender que apresaron al conductor y, posiblemente, al cobrador (si lo había), y los habrían llevado a una dependencia policial. Los pasajeros, si los había, ya se habrían bajado e ido, o tal vez llevados, algunos, para su declaración como testigos.
Poco más adelante, escuché al conductor del bus donde me encontraba comentar a su cobrador, con tono de ofuscación, que nadie quiere matar, como queriendo excusar al otro conductor al dar a entender que no habría sido intención de él, ni de nadie que comparta su profesión, el matar. Lamentablemente, estos seres extraños viven totalmente cegados a la realidad. La falta de una intención no es carta libre para que una persona viva sin ningún tipo de control ni omita respetar ninguna ley, como si la ciudad fuera tierra de nadie y solo prevaleciera el más fuerte.
No se trata de no tener intención, sino de respetar el ordenamiento existente para que podamos vivir mejor como sociedad, y construir socialmente una mejor ciudad para nosotros y las futuras generaciones. Pero eso no pasa aquí, en Lima. La conducción de los conductores de este tipo de transporte la vivo la mayoría de los días de la semana, al ser usuario del servicio, y es una conducción altamente temeraria, con movimientos sumamente avezados y continuos irrespetos de la luz roja. De hecho, no solo ocurre en este tipo de transporte, sino es lo común en nuestras avenidas. Y estas tremendas maquinarias ponen en peligro a peatones y viajantes de otros vehículos, y a los transportados nos someten a una inacabable incomodidad por el pésimo servicio recibido. Indudablemente, hay distintos grados de intensidad, pero la sensación general que me llevo, luego de toda una vida de conocerlo, es de una extendida resignación.
Claro, no faltará el derechista de masculinidad débil cuya vida se va en tratar de mostrarse como que nada lo perturba, lleno de muletillas aprendidas —resultado de una cultura, una vez más, podrida—, que intentará decirme que, si no me gusta el servicio, que no use, o que soy un “comunista” por quejarme de un servicio de administración privada, o que sería lo contrario a lo que supuestamente es un “macho”. He allí un tipo de persona que también se erige como un ente que socava el cambio, la mejora cultural, el desarrollo. El servicio requiere usarse y la reglamentación existe con un propósito, el cual debe ser complementado con el comportamiento favorable de la ciudadanía. Lo que dicho derechista propone es, sencillamente, un absurdo.
Muy tristemente, la ciudad está tan llena de barreras, de pozos putrefactos —figurativamente hablando—, que no creo que pueda llegar a ver un cambio sustancial mientras siga vivo. Tanta historia y tanto olvido. Tanto patrimonio y tanta indiferencia. Tanto esfuerzo y tanto desecho. Tanta proyección y tanta muerte, aunque haya sido solo un cuerpo el que vi en la avenida Brasil, cubierto, mientras iba a casa, de retorno de una caminata de apreciación del patrimonio urbano. Tan pocos no pueden hacer la diferencia frente a tantos. Ya no llegaré a ver a Lima como me habría gustado verla. Espero que alguna generación futura lo haga.

Nota. La base de este texto la escribí el 14 de setiembre y la edité el 26.
