La ciudad que nos constituye, o acaso es al revés

Conocer el funcionamiento explícito e implícito de las ciudades siempre ha acarreado un interés especial para mí. Probablemente, se deba a la influencia por parte de mi padre, quien toda su vida trabajó en la planificación urbana, y con base en la monstruosa Lima, la metropolitana. Tremendo reto. Lima daría para una muy vasta producción de investigaciones en sociología y antropología urbanas, como aquellas del libro Segregación y diferencia en la ciudad, coordinado por María Carman, Neiva Vieira da Cunha y Ramiro Segura, y editado por FLACSO, CLACSO y MINUVI (Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda, Ecuador).

La ciudad —sin caracterizarla— es donde buena trama de la vida de las poblaciones se desarrolla, con mayor o menor orden. O, en lugar de orden, caos. Es en la ciudad donde más se siente las desigualdades económicas entre quienes la ocupan; en especial, en nuestros queridos, pero siempre sufridos, espacios sudamericanos. Es en la ciudad donde se encuentra la mayor expresión de los distintos grados de olvido e invisibilidad en que puede habitar una persona.

La ciudad es una lucha constante, sin insinuar con ello, en absoluto, que es la misma lucha para todos, ni con la misma intensidad. En efecto, hay gente que la pasa mejor, o mucho mejor, que otra, pero tampoco es que no exista algún nivel de lucha en todos los ámbitos. Hay quienes solo sobreviven, otros que solo malviven, y otros que, felizmente, solo viven. Y, por supuesto, también están a quienes su dinero les proporciona un feroz blindaje; una lástima. No por su dinero, sino porque, el salir y enfrentar la ciudad, o hacer uso de ella en más de una dimensión, es una de las experiencias más formadoras de carácter y humanizadoras que existen; y es que la ciudad, especialmente una tan caótica como Lima, te lanza al suelo sin ningún reparo ni piedad. De nuevo, no olvido que es bajo distintos niveles de contexto y perspectiva.

Hay tanto para hablar sobre Lima, y de maneras tan particulares sobre cada uno de sus 43 distritos, que, si hubiera estudiado sociología o antropología, me habría dedicado a estudiar la ciudad sin parar, de canto a canto. Pero mi personalidad no anda acorde con las habilidades que requieren dichas carreras. Y, por cierto, cuando pienso en la ciudad, es inevitable para mí pensar, como una de sus bases definitorias fundamentales, en el sistema que la mantiene conectada: el servicio de transporte de conjunto* en general. En Lima es altamente esperpéntico, sobre todo en su versión privada, ya que el operado desde el Estado, sin ser lo máximo, lo supera fácilmente. Me estoy refiriendo al accionar de los buses, microbuses, combis y «colectivos». Los taxis y mototaxis son otra bestia por tratar, y domar.

Dicho sistema está caracterizado, en buena medida, por los comportamientos de quienes brindan el servicio, tanto desde cómo conducen hasta su manera de interactuar con la gente. Ambas componentes podrían formar parte importante de una enciclopedia a la que podría llamar «Enciclopedia de la más que paupérrima cultura urbana, vial y de respeto al prójimo», que sería complementada con el accionar del típico limeño (oriundo o migrado: limeño en la práctica) en la ciudad. Una persona que, sea como peatón o usuario del transporte de conjunto, sin una pizca de remordimiento, reparo, vergüenza y mucho menos pudor, utiliza la calle como su basurero privado. Lima es el basurero de quienes la habitan. La manera como nuestros ciudadanos tratan a su ciudad, a su espacio público, es un reflejo de la inmensa pobreza de la educación y del ser que los embarga. Lima está podrida en muchos aspectos y, por lo que veo cada día, soy inmensamente pesimista en que pueda tener alguna salvación.

Mis palabras entran, también, en una especie de caos interno, ya que hay tantas aristas desde donde analizar una ciudad, que es muy fácil perderse, y más cuando se entrecruzan entre sí. Lo que es verdad es que la experiencia de la ciudad se conforma de las actitudes y necesidades de quienes la habitamos y de las decisiones de gestión y control urbano de sus autoridades. Por ejemplo, hay espacios viales tan mal diseñados, que uno no puede creer que nuestro dinero en impuestos y tributos haya sido utilizado en tan bajo nivel de desempeño; o manzanas tan pobremente planificadas (si lo fueron), que no es posible concebir cómo esas personas, quienes las idearon en el pasado, nunca imaginaron, o no les interesó, cómo iban a fastidiar a las generaciones futuras.

Ah, sin duda, no cometeré el error de tener la falsa humildad, o falsa modestia, en considerarme dentro del conjunto de las personas que faltan a la ciudad de alguna manera. Claro, hay quien dirá que todos la afectamos con nuestra presencia, pero ello tiene connotaciones más del tipo ambiental. Yo no voy por ese lado, sino por el cuidar el espacio público. Hay una diferencia mayúscula entre considerar que el espacio público es de nadie y considerar que es de todos**. Hay una gran diferencia en tratar al espacio público como un basurero y no hacerlo. Hay quienes podrían sentirse no identificados con el panorama visual que estoy dejando a imaginar, pero, una vez más, son 43 distritos los que forman Lima y no espero que hayas visitado todos, ni todas las zonas dentro de cada uno. El Cercado de Lima, por ejemplo, tiene zonas atractivas a los turistas, pero se difuminan rápido cuando uno se empieza a alejar de ellas. Y otras zonas están completamente olvidadas por las autoridades: altamente pestilentes, absolutamente insalubres, terriblemente caóticas y desordenadas, y una amplia fama ganada de peligrosidad.

Pensándolo mejor, yo sí me podría incluir en la atmósfera de la reproducción del desorden, pero, en gran parte, por la inexistencia de una motivación para no hacerlo. La zona donde trabajo se caracteriza por un alto desorden en todo lo que queda a la vista, y tiene unas veredas tan diminutas que es casi imposible mantenerse caminando sobre ellas, muy aparte de su inmensa suciedad y el hecho de que, a ciertas horas del día, o son muy transitadas o están absolutamente tomadas por puestos de venta ambulante. Entonces, es inevitable estar intercalando entre vereda y pista, o usar solo la pista. A la vez, esta se encuentra muchas veces altamente congestionada de vehículos, que bloquean los cruces en todas las direcciones, generando estancamiento e improductividad para todos los involucrados. Y, para pasar a la vereda del frente (o espacio caminable), hay que meterse entre los intersticios que quedan entre los autos, tratando de copar con otras personas que están haciendo lo mismo, para poder lograrlo. Lo que en un país desarrollado sería una tremenda barrabasada de vivencia, en esta zona es lo normal, el día a día.

Y los distritos más ricos no se salvan. Hace no mucho (considerando la fecha en que escribí el borrador de este escrito) estuve en Miraflores, el más famoso de la capital, ya que suele estar a la vanguardia de la modernidad y es el más visitado por turistas extranjeros, pero fuera de sus zonas esenciales hay una serie de falencias que complican la vida a los peatones. En hora punta, recuerdo que tenía que dirigirme a pie hacia una ubicación determinada, y me la pasé trotando para poder cruzar cada esquina, ya que la carencia de semáforos hacía que el carro sea rey (para las personas feministas, digo rey y no reina porque carro es un sustantivo masculino) y el peatón, súbdito. Cruzar era de lo más difícil con tantos autos presentes y en movimiento. Había que estar esperando a que se abriera algún espacio que brindara más posibilidad para tomar el intento. En uno, casi fui impactado por una moto que pasó muy cerca de la vereda a la que recién acababa de llegar.

Entonces, es el propio caos el que te traga, y tienes que extender el caos para poder sobrevivirlo. Sin embargo, ensuciar la ciudad, nunca. Al menos, no deliberadamente. Es decir, por ejemplo, el solo hecho de caminar por la calle significa llevar microbios de un punto a otro, incluso si de por sí ya es una superficie cargada de ellos. Por eso, en mi «defensa», pienso que tal lógica puedo dejarla fuera del argumento, ya que, desde un sentido práctico, es inevitable que lo comentado en el ejemplo sea así. Es decir, preocuparse al respecto acarrearía una terrible pérdida de tiempo. Mi idea, en cambio, es hablar de las variables sanamente controlables y sin entrar en exageraciones.

En fin, volviendo al libro, que presenta ocho investigaciones realizadas en Buenos Aires (ciudad autónoma y provincia), Santiago de Chile y Lisboa —la mayoría en Argentina— sobre mecanismos directos e indirectos de la segregación, con una muy buena introducción teorizadora para entender mejor el plano conceptual de aquellas investigaciones, en Lima Metropolitana bien podría investigarse la segregación a fondo, y cruzarla con otras variables añejas, como el racismo y la discriminación, pero también la delincuencia, el narcotráfico, los presupuestos municipales, la corrupción, la fallida descentralización, la informalidad y la migración.

Uno de los casos por los que se podría empezar es ya un clásico: el muro de la vergüenza, construida en la arista de una cadena de cerros para dificultar el paso de los habitantes de asentamientos humanos, ubicados en el lado del distrito de Villa María del Triunfo, a las urbanizaciones del otro lado, pertenecientes a los distritos de La Molina y Santiago de Surco. Por supuesto, la diferencia de recursos entre estos dos últimos respecto del primero es no solo no menor, sino conocida para quienes viven en Lima. El muro fue derribado por ordenanza municipal hace una cantidad de meses, pero desde mucho antes ya se había abierto un paso. Sin embargo, en su momento, su creación fue tendencia en los medios. Este interesante caso debería seguir siendo analizado, pero no ya desde una mirada politizada hacia la izquierda desde cierto sector de la academia, ni mucho menos populista por parte de los políticos, sino más bien equilibrada, donde no se ponga a uno como el opresor/discriminador y al otro como oprimido/discriminado, tratando de entender la profundidad de las motivaciones.


Las investigaciones del libro están muy bien descritas y no necesariamente pensadas para fortalecer una postura de izquierda, como se podría esperar de FLACSO y CLACSO. Por supuesto, sí es posible notar, en algunos casos más que en otros, la postura de las autoras (solo hay un hombre), donde, si bien predomina más su defensa de lo social en favor del segregado, no impide que muestren la multicausalidad en el devenir segregatorio en las ciudades, casi siempre con particularidades experienciales muy específicas de la constitución social —valga la redundancia—, territorial y económica de las sociedades estudiadas.

Y no voy a negar que mis propias palabras segregan, aunque sea discursivamente. De ninguna manera voy a ocultar mi desagrado por las actitudes de las personas para quienes la ciudad vale poco. Sin dichas actitudes, pero también con unas gestiones municipales de más alto nivel, posiblemente me gustaría Lima un poco más y la defendería en el discurso —lo cual no quiere decir que no disfrute de muy buenas experiencias haciendo uso del espacio público, ni que este no posea espacios ampliamente agradables—. A veces, la percepción también puede ser una decisión; pero, por otro lado, tampoco voy a andar diciéndole a los demás cómo deben vivir.

Desde nuestros contextos de vida obramos según nuestras convicciones y, donde es posible hacer alguna diferencia, vamos a por ella. Fuera de ello, nadie puede vivir discutiendo con los demás ni exponerse, con algunas de dichas discusiones, a situaciones de violencia potencial (verbal o física). Y es que en las calles de Lima, sobre todo quienes manejan andan muy ansiosos y frustrados, pero no son los únicos. Por mi parte, no quiero ser ningún mártir, y no me parece de débiles el sentir reparos ante verme expuesto a dichas situaciones (aunque, a lo largo de una vida, no siempre sea evitable; cuando llega el momento, tan solo lo hace). Sin embargo, más importante es encontrar un estado a partir del cual podamos decir, a futuro, que hemos tenido una vida bien vivida, la cual de ninguna manera pasa por ser presa de lo que llamaría «internalidades frágiles» no reconocidas, ocultadas o hasta no identificadas, a partir de las cuales, para quienes las sufren, la única salida es estar continuamente a la defensiva y en disposición de enfrentarse con los demás, con la violencia como una de sus cartas, ya que, de no ser así, no podrían vivir consigo mismos.

Para mí, una viva bien vivida pasa por muchos factores, pero, bajo el contexto desarrollado aquí, destacaría el mantener y actuar según las propias convicciones —informadas y basadas en un civismo adecuado—, contribuir desde la experiencia personal espontáneamente —sin caer en la postura de «salvador de la ciudad»— y adoptar —sin miramientos— la decisión continua de disfrutar el espacio público, plena y sanamente, dentro de las propias posibilidades.

Notas del texto.
* Uso «transporte de conjunto» para referirme al transporte de personas que pagan individualmente por el servicio, el cual es estandarizado (o se espera que lo sea) en su ruta. No uso «transporte público» para que no se vaya a interpretar que estoy hablando de una gestión desde el sector público. Tampoco «transporte colectivo», ya que, en Lima, se utiliza el término «colectivo» para un tipo de servicio de transporte, por lo general, sin regulación.
** Una versión de la frase aludida me la dijo una persona en una conversación que tuve en el pasado. Si recordara quién fue, lo habría mencionado en el texto, pero dejo la aclaración aquí.

Notas sobre las imágenes
La imagen de portada del post la creé con Copilot. La imagen de la cara del libro digital es una captura de pantalla.

¿Todo bien?