El inicio del fin de Bonaparte en España y las juntas de gobierno provinciales

El segundo artículo para el New York Daily Tribune en el asunto de las revoluciones en España del siglo XIX fue publicado el 25 de septiembre de 1854.


Uno de los acontecimientos que, según Karl Marx, fundamentalmente explicaban la coyuntura vigente a la fecha fue el «movimiento nacional que acompañó a la expulsión de los Bonaparte y devolvió la corona española a la familia en cuyo poder sigue todavía» (p. 42; es decir, allá por 1854). El autor propone, para hacer una correcta valoración de dicho movimiento, remontarse a los inicios de lo que llamó el «asalto napoleónico a la nación española» (p. 42), donde ubica, como verdadera causa —más probable—, al Tratado de Tilsit, firmado el 7 de julio de 1807, el cual establecía, en su artículo segundo, que la dinastía de Borbón en España y la Casa de Braganza en Portugal dejarían de reinar, y serían reemplazadas por príncipes de la Casa Bonaparte. Tal documento habría sido el motivo central de la invasión francesa de España de 1808.

No obstante, desde ya, las autoridades militares, eclesiásticas, judiciales y administrativas, y la aristocracia exhortaban al pueblo español al sometimiento, posiblemente —aunque no parece ser una línea tan claramente trazada por el autor—, debido a que el país quedaría libre de su rey, familia real y gobierno. El 7 de junio de aquel año, en un acto oficial, José Bonaparte recibió una declaración de fidelidad y adhesión en representación de los Grandes de España. Exactamente un mes después, se firmaba una nueva Constitución por 91 españoles de la mayor distinción. Incluso, algunos miembros de las clases privilegiadas consideraban a Napoleón el «regenerador providencial de España» o «el único baluarte posible contra la revolución» (p. 45, ambas citas).

De acuerdo con Marx, la idea de una resistencia nacional no era nada esperada. Como la alta nobleza y la antigua administración se habían entregado sin mayor reparo a los invasores franceses, perdieron influencia sobre las clases medias y el pueblo desde el comienzo de la Guerra de Independencia. Sin embargo, el movimiento de base tuvo más de una arista interpretativa y no solo la expulsión del invasor. Fue nacional, por proclamar la independencia; dinástico, por oponer Fernando VII a José Bonaparte; reaccionario, por oponer las instituciones, costumbres y leyes de larga data a las «racionales innovaciones» traídas por el último; y supersticioso y fanático, por oponer la religión al ateísmo francés, reflejado en la destrucción de los privilegios de la Iglesia romana. (Las categorías son de Marx, así como el apoyo sobre el verbo «oponer»; p. 46.)

Si podemos relacionar dichas «racionales innovaciones», como las llama Marx, con la formación de una sociedad moderna, la expulsión del invasor no significó, a pesar de la categoría «reaccionaria» del movimiento, que no hubiera en España la semilla de la modernidad. Marx comenta que el partido nacional, formado en gran medida por campesinos, pobladores del interior y mendigos en cantidad, todos los cuales se manejaban, con aparente pobre flexibilidad, según prejuicios religiosos o políticos, contaba a su vez con una minoría, «activa e influyente» (p. 47), compuesta por habitantes de los puertos del mar, de las ciudades comerciales y parte de las capitales de provincia, que veía (solo esta parte, supuestamente) al movimiento como signo de la regeneración política y social de Estaña. En tales capitales, bajo el reinado de Carlos V, ya «se habían desarrollado hasta cierto punto las condiciones materiales de la sociedad moderna» (p. 48). Y era una minoría, además, apoyada por la sección más culta de las clases medias y superiores, que incluía a escritores, médicos, abogados y clérigos.

La Junta Suprema presidida por el infante Don Antonio, nombrado por Fernando antes de abandonar Madrid, había desaparecido para mayo (1808). Sin gobierno central, las ciudades sublevadas formaron sus propias juntas subordinadas a las capitales de provincia. Fue así como las juntas provinciales constituyeron gobiernos independientes que armaron, cada uno, su ejército. Marx critica que tanto la Junta de Representantes de Oviedo como la de Sevilla hayan no solo declarado la guerra a Bonaparte, sino enviado una diputación a Inglaterra para concertar un armisticio. ¿El sustento? Que los españoles solían mirar a este país como «la encarnación de la herejía más condenable», y que, siendo los miembros de dichas juntas «exaltados católicos», se hayan lanzado «a los brazos del protestantismo británico» frente al ataque del «ateísmo francés» (p. 49, todas las citas).

Marx resalta, asimismo, dos circunstancias contraproducentes sobre las juntas. En primer lugar, que, frente a ser elegidas por sufragio universal, el tesón de las clases bajas se manifestó en que solo elegían a sus superiores naturales: «nobles y personas de calidad de la provincia, respaldados por el clero» (p. 51), y rara vez a candidatos de la clase media. En ese sentido, su interpretación es que, siendo consciente de su propia debilidad, el pueblo solo se ceñía a obligar a las clases altas a mantener la resistencia sin necesariamente ser parte de su dirección. En segundo lugar, que el pueblo no se detuvo a considerar la limitación de las atribuciones de las autoridades elegidas ni en establecer su periodo de gestión. Así, las juntas aprovecharon este vacío para no solo ampliar sus atribuciones, sino también perpetuarse en su posición, todo lo cual conllevó, en el tiempo, obstáculos para la corriente revolucionaria en sus momentos de mayor intensidad.

Entre otros acontecimientos de guerra, tras la batalla de Bailén, cuando a 14000 soldados franceses les tocó deponer las armas debido al triunfo militar de Francisco Castaños y Aragorri sobre los generales Dupont y Vidal, coincidente con la entrada de José Bonaparte en Madrid el 20 de julio (cronología del autor) —y por el cual debió retirarse a Burgos pocos días después—, la revolución alcanzó su cenit. El «sector» de la alta nobleza que, o bien había aceptado la dinastía de los Bonaparte, o se mantenía, de forma prudente, a la expectativa, se adhirió a la causa revolucionaria. (Aparentemente, otro sector o bien no había aceptado la nueva dinastía, o no se mantenía a la expectativa. Entonces, ¿qué hacía?) Para el autor, ello representaba una ventaja «muy dudosa» (p. 52).

Referencia

Marx, K. (2009). La España revolucionaria (J. del Palacio, ed.). Alianza Editorial. (Contiene escritos publicados entre 1854 y 1855).

Ambas imágenes obtenidas usando Copilot.

¿Todo bien?