La senda y el estigma

Sé que ahora me toca llevarlo.


El 2018 empezó lo que, para mí, fue el deseo de trabajar para mi país: en un ámbito, el público, absolutamente distinto del de trabajar para una empresa privada. No voy a rememorar esa historia, pero sí contaré que mi primera experiencia en el ámbito público fue el 2019, de fines agosto a fines de octubre. Tan solo dos meses bastaron para sentirme totalmente satisfecho: obtuve la sensación que había imaginado. Cuando empecé, traté de adaptarme lo más rápido que pude, y ya había formado alguna idea previa de algunas cosas que podía encontrar al tener a familiares que trabajaban o habían trabajado en el ámbito público toda su vida.

Mi formación académica nunca me indujo en el camino de lo público, sino que estuvo enteramente centrada en la empresa privada. Es más, me animo a constatar que, a partir de diversas conversaciones sostenidas a lo largo de los años y de haber escuchado hablar a otras personas, descubrí que existe un conocimiento muy reducido, y altamente prejuiciado, sobre la manera cómo funciona el ámbito público. No las culpo. Muchas veces, cuando se ve a las entidades públicas desde fuera (de lejos), no se las comprende de la misma manera que ser parte de ellas. Aun así, es claro que son las instituciones del ámbito público las que se encuentran constantemente bajo el ojo público, valga la redundancia, ya que no solo su presupuesto se basa principalmente en los impuestos que provienen de la población, sino que el contrato social se lo exige.

Entonces, toda falla es señalada y magnificada, y suele ser lo que más recuerda la gente. Lamentablemente, mucho de lo que se publica en los medios cuando ha surgido alguna problemática está ampliamente sesgado por la mentalidad, o postura política, de los periodistas que lo reportan. Honestamente, para tener una mejor opinión sobre una determinada situación, hay que llegar a conocerla a profundidad; sin embargo, a pesar de saberse que no hay conflictos simples al interior del ámbito público, los medios de comunicación suelen buscar, como es su naturaleza, el titular facilista más llamativo para captar una mayor atención. Así, es más que probable que la audiencia se lleve, en más de una ocasión, una mirada altamente parcializada de lo acontecido. Así, se contribuye al estigma.

A las empresas privadas no les toca lidiar con problemáticas como las de las entidades públicas —con lo cual no pretendo significar que no tengan sus propios momentos críticas—. El problema central —literalmente, existencial— que enfrenta una empresa privada es la amenaza a su sobrevivencia, y es que su primer objetivo es ese: sobrevivir. Dicho de otra manera, mantener su existencia en el mercado. Una vez asegurado este objetivo, el siguiente es crecer. Empieza con ampliar su operación de múltiples maneras y su propia organización interna empieza a mutar. Si tiene buenos resultados continuamente, posiblemente llegue a una consolidación en su mercado objetivo. Y, si le va aún mejor, podría llegar a ser una empresa de tamaño grande y existir por muchos años.

No obstante, miles de empresas se forman cada año y, también, miles desaparecen. El crecimiento no es un camino fácil. Hay que ser constante en el esfuerzo, la resistencia a las adversidades y la práctica de la flexibilidad en todo momento para poder adaptarse. Puede estar yendo muy bien e igual caer. Si el balance de dinero se hace adverso y, básicamente, queda sin los fondos suficientes, lo único que visualizaría al final del túnel sería la quiebra.

En otras palabras, en la empresa privada el flujo de dinero es el mantra: necesita que siga ingresando. En ese contexto, si eres un trabajador dependiente, puedes pensar en las muchas maneras posibles en que tu trabajo está guiado por el ideal de servir a una determinada población (ya no “la población”); sin embargo, en crudo, habrá un fin más intrínseco al cual estarás sirviendo. Tu objetivo, llámalo personal, estará ligado a una cadena cuyo último eslabón, el más alto, es fortalecer las ventas y el posicionamiento de la empresa para que su crecimiento económico redunde en el incremento de la rentabilidad de sus accionistas.

No busco desanimar a nadie. Sin duda, la perspectiva moral de un trabajador de la empresa privada puede estar guiada por el imperativo moral de dar el mejor servicio posible a un cliente. Tal noble actitud contribuye a construir sociedad y fortalecerla. Es más, la existencia de las empresas privadas soluciona incontables necesidades de la población en general, incluso cuando, vistas individualmente, cada una tenga un campo de acción delimitado. Son, además, una fuente de trabajo que, naturalmente, cubre a una gran parte de la población económicamente activa del país, con lo cual alivia parcialmente la carga del Estado en el tener que lidiar con el desempleo.

La empresa privada, en general, es necesaria para el desarrollo de cualquier país. Tan solo un ejemplo: toda la infraestructura que se hace desde el nivel estatal alrededor del país es construida por empresas que ganaron licitaciones públicas con el Estado. Y, si vamos más allá de la empresa privada, en un nuevo ejemplo, podemos percibir el peso mayúsculo que significa para una sociedad el tener buenas universidades, donde están incluidas las privadas. Mi universidad ha alcanzado resultados excelentes como institución a nivel latinoamericano, y es una fuente fundamental de educación para los futuros profesionales del país, así como de investigación de alto nivel en muy diversas disciplinas y de desarrollo tecnológico.

Sin embargo, luego de todo lo dicho, debo volver a mi punto inicial: si bien se proclama que el fin principal de una empresa privada es superar las expectativas de sus clientes, y se puede alcanzar mucha especialización bajo ese paraguas, no debemos olvidar que tal fin va ligado al que ya mencioné antes, el que repito sin ningún ánimo de crítica: la búsqueda constante de crecimiento económico.

En el ámbito público, en cambio, el enfoque es distinto. Aquí, el dinero no se va a acabar; más bien, lo que es necesario es asegurar una correcta ejecución del presupuesto asignado mediante no solo la correcta realización de la misión institucional, sino la mejora sostenida de la calidad de la atención provista al ciudadano, que sí es el objetivo último del Estado. Al menos, del Estado como un ideal.

Por tanto, hay una primera gran diferencia en la motivación. Por el lado de la empresa privada, como fin principal, el crecimiento económico está necesariamente ligado a la búsqueda de la satisfacción del cliente; por el lado de la entidad pública, se encuentra la búsqueda de la satisfacción de la población en general en el ámbito geográfico que corresponda.

En el tiempo, fui tomando más conciencia de esta primera diferencia fundamental, y fue calando en mí la problemática que afecta a mi país. Es decir, pasé de una mirada más indiferente, obstruido en mi visión por la perspectiva de un crecimiento individualizado en línea recta, a una posición en la que necesitaba que mi acción sirviera directamente a mejorar mi país en el rubro en que llegara a desempeñarme.

Es así como llegué a desencantarme de la empresa privada (sin abarcar, en esta opinión, a otros tipos de organización privada), ya que no me estaba permitiendo perseguir ese objetivo, y empecé a buscar a la entidad pública como un lugar para seguir desplegando mi vida profesional.

Al expresar mi deseo de que mi acción sirva directamente a mejorar mi país, me refiero a la segunda gran diferencia en la motivación entre ambos ámbitos: y es que, en simple, la empresa privada suele atender a la parte de la población que puede pagarla. Claro, este es un asunto abstracto, ya que los tipos, rubros y tamaños de las empresas privadas son inmensamente variados, y podría pensarse que existe un mercado para cada nivel socioeconómico. No obstante, con sinceridad, no siempre es así. Un ejemplo es la salud. No me he enterado de que exista un mercado privado “accesible” para una atención especializada, por ejemplo. En otras palabras, barato. Es por ello que, a la “otra parte” de la población, no le queda otra alternativa que asistir a los hospitales del ámbito público, ya sea a través del seguro social o del aseguramiento universal, para sus atenciones, especializadas o no.

Por supuesto, la frase “no le queda otra” no fue sin intención. Quise llevar al lector a pensar en el estigma, aquel que afirma que todo lo que el Estado ofrece es malo. Como actual servidor público, ese estigma cae ahora sobre mí también, y tiene su propio peso, pero no dejo que me desanime. Lamentablemente, su existencia nubla la vista de las personas para entender la complejidad inherente en el ámbito público de atender a un segmento mucho más grande de la población que el que se atiende desde la empresa privada. Entonces, muchas veces se quiere comparar a ambos ámbitos cuando claramente sus estructuras operacionales y contextos de acción son absolutamente diferentes.

Asimismo, se nubla la vista sobre el hecho de que puede haber elementos de la misma calidad entre una empresa privada y una entidad pública en el mismo rubro. En el ejemplo del sector salud, al cual pertenezco, si necesitas que te salven la vida, tanto una clínica como un hospital van a poder hacerlo, ya que la especialización y la tecnología existen en ambos lados. Sin embargo, la experiencia integral —desde que se pone el primer pie en el establecimiento de salud hasta la salida tras el alta— es mucho más probable que sea más (o mucho más) satisfactoria en una clínica que en un hospital. Cabe aclarar aquí que, en la jerga peruana, todo hospital es público, mientras que la clínica es el equivalente a un hospital privado. Verán, no se utiliza el término “hospital” en el ámbito privado debido a una cultura de marketing discriminatorio. Así es mi país.

Volviendo al asunto que nos concierne, el ámbito privado (no solo la empresa privada) está mucho más avanzado en la aplicación del enfoque en el usuario que el ámbito público, y es que no solo parte desde una motivación distinta (el cliente debe quedar satisfecho para que decida retornar), sino que su gestión para buscar la mejora continua no está obstaculizada ni contaminada por mentalidades ni actitudes mediocres que existen en el ámbito público debido a tres razones principales: la entidad no necesita generar ingresos, por lo que nunca existe ninguna “urgencia”; uno de los regímenes laborales peruanos, muy arraigados, hace muy difícil que se pueda ser despedido por bajo desempeño, por lo que muchos se eternizan y viven del Estado como sanguijuelas sin aportarle lo suficiente (o nada) desde su trabajo —y son los que presentan la resistencia más encarnizada cuando se busca una reforma laboral—; y los sindicatos protegen a sus miembros a toda costa, sin importar la calidad de su trabajo. Y agrego que los sindicatos tienen una presencia muy fuerte en el Estado (al menos, en el sector salud).

Pero, estamos también quienes gustamos mucho de nuestro trabajo y tratamos de dar lo mejor de nosotros por nuestra misión en cualquier organización, sea privada o pública. Es decir, hay quienes tenemos interiorizado que no solo la máxima finalidad de nuestras organizaciones es servir al cliente (o ciudadano), sino que, desde el Estado, una parte importante de la población atendida es aquella que, sin este, podría no tener, quizás, quién vele por sus necesidades —muy aparte de que haya servicios que solo se brindan, una vez más, desde allí—.

Lo último no implica que haya vetado a la empresa privada como una fuente de trabajo. La posibilidad de regresar la tengo totalmente abierta, ya que soy alguien que se apasiona por su trabajo independientemente del ámbito (público o privado). Sin embargo, pensando en el ámbito privado en general (no solo la empresa privada), hay rubros que elegiría sobre otros, como la educación universitaria, la salud, el transporte aéreo y en metro, los organismos internacionales (como ejemplos, ONU, CEPAL, PNUD, UNICEF, UNESCO, OCDE, BID, etc.), las comunicaciones (en especial, a nivel de medios internacionales, como El País, La Vanguardia, The New York Times, National Geographic, etc.), y algunos rubros más. En el ámbito público, todos sus sectores me resultan de interés, aunque debo admitir que los que más transcurren por mi mente son, por supuesto, salud, pero también educación, ambiente, turismo, relaciones exteriores y defensa.

Para cerrar, esta reflexión la he realizado a raíz de mi lectura del primer número completo de 360: Revista de Ciencias de la Gestión (2016), creada y administrada por el Departamento de Ciencias de la Gestión de mi universidad, e inspirado por el artículo “Limitaciones del enfoque de gestión estratégica en el sector público”, escrito por Fabricio Franco (88-115). La administración del Estado es una bestia completamente distinta de la del ámbito privado, por lo que no todas las extendidas herramientas desarrolladas para este ámbito son aplicables directamente (o aplicables en absoluto) al público.

Dejo el link para acceder al artículo.


Posdata. He empleado los términos ‘ámbito’, ‘sector’ y ‘rubro’ de manera diferenciada para evitar confusiones. Se suele hablar de ‘sector privado’ y ‘sector público’, pero también, en el Estado, de salud, educación, etc., como sectores. No obstante, un sector en el ámbito público tiene un alcance a lo largo y ancho del país, donde participan los tres niveles de gobierno mediante la descentralización. Para no mezclar este contexto con el privado, utilicé ‘rubro’ en este ámbito. Y, como lo he hecho, además, en este mismo párrafo, utilicé ‘ámbito’ para ‘público’ y ‘privado’ con el fin evitar el doble uso de ‘sector’.

¿Todo bien?