La resistencia y el empuje de cada día

Cada periodo de la historia carga consigo una mística que solo se percibe cuando ya pasaron los años; épocas que han llevado consigo una buena dosis de intensidad, cuyas circunstancias terminaron siendo parte del cotidiano de la gente, con sus luchas y alegrías en contextos altos y bajos, donde la realidad, por oscura que fuera, se naturalizaba, pero no se perdía la perspectiva de cada hito que había por alcanzar.

No todos viven una época de la misma manera —es claro—, pero es más importante notar que el recuerdo de ella no es el mismo de persona a persona y, para complicar las cosas, entre quienes no estuvieron allí, tampoco hay una interpretación homogénea a partir de las fuentes (y no podemos olvidar que hay una influencia, incluso, desde el tipo de fuentes que se observe). Sin embargo, tal vez esa sea una de las mejores cualidades de una democracia: que, sencillamente, se puede tener distintas posturas. No obstante, el “lado oscuro” de la misma, sobre todo por un mal incorporado liberalismo, está en que hay quienes se sienten “libres” de intentar imponer su punto de vista e, incluso, ser adversos contra ti si no lo aceptas.

De retorno a la luz, lo mejor de una democracia es el ideal de poder vivir un liberalismo basado en armonía, respeto e integridad. Pero, aunque suene pesimista, es solo un lejano ideal. A lo que sí podemos aspirar es a defender nuestro propio espacio, el de la “eterna partida” (hacia nuestros objetivos y sueños, individuales y compartidos), y trazar líneas en la nieve que otros puedan seguir, hasta que esas líneas se hayan transformado en nuevos caminos. De esta mirada, puede inferirse que no existen los “mundos mejores” en un estado definitivo. Es decir, vivimos, tan solo, en los bordes de una realidad sin límites fijos que puede desmoronarse en cualquier momento, pero estamos nosotros para sostenerla a cada instante. Ese requerimiento de fortaleza constante hace que cada minuto sea álgido, lo cual glorifica, de alguna manera, nuestros pasos (dentro de su propia escala). En otras palabras, somos nosotros quienes construimos los mundos mejores con nuestro andar.

Ucrania no esperaba (en realidad, sí lo esperaba) a Putin, y debe resistirlo. Corea del Sur se las tiene que ver con su contraparte del Norte (aunque han bajado las tensiones, a mi parecer). Los demócratas, con sus defectos y virtudes, tienen que hacer “el pare” a las absurdas filosofías que se están manejando entre los republicanos en Estados Unidos en la actualidad (en realidad, desde el payaso de Trump), muchos de ellos (los segundos) engañados hasta por los engaños menos esforzados. El mundo no esperaba (en realidad, sí lo esperaba) a la bolita con espuelitas, y hemos tenido que sobrevivir.

Hablo de grandes afectaciones a nivel mundial, que no son pocas. Cada una en su propio contexto ha arrastrado a las poblaciones al punto de hacerlas tragar tierra, pero estas siguen encontrando maneras de volver a levantarse. Y, si me dirijo a nuestro “mundo” local, no hay estabilidad de la que podamos alardear, especialmente política, ya que ya no hay más evidencia que nos permita decir que vamos a estar tranquilos. Que recuerde, las tensiones en el gobierno han solido ser interminables desde las elecciones de 2016. Aunque no lo parezca, siendo un país subdesarrollado, con pocas perspectivas de cambio social, con una política paupérrima, la latencia de la incertidumbre es una base argumentativa real para todo debate de futuro. Por eso, en el plano de la acción, soy un convencido de que la flexibilidad supera a la rigidez en todo aquello que se mueva dentro del rango de lo noble, aunque la nobleza pueda ser incluso relativa.

La mística que sí veo es aquella que me hizo recordar cómo el Perú superó el periodo del exdictador Alberto Fujimori, una época que viví en mi niñez y adolescencia, pero que después, con el paso de los años, creciendo en una familia donde me introduje al conocimiento de lo político, especialmente por influencia de mi padre, fui conociendo cada vez más. En aquellos años noventa, no me fue, tampoco, tan difícil llegar a entender la debacle en que se encontraba nuestro país: un terrorismo que ya había arrasado a lo grande y, a la vez, una corrupción gubernamental cada vez más descarada, junto con el eterno olvido de la ciudadanía. Una ciudadanía que cada mañana, en un ambiente depresivo como el cielo de Lima cuando no es verano, se despertaba, alistaba, desayunaba, despedía a su familia y salía a ganarse el pan. Para ellos. Para sí misma. Para el futuro del país. Para la continuidad de los sueños que nos mantienen despiertos en este mismo momento.

Y hubo quienes estuvieron presentes, a su vez, para combatir (en todos los sentidos que se vengan a la mente): con las armas, las leyes o el conocimiento. Combatir a todo aquello que causaba desmoronamiento. El libro de Diego García-Sayán (ver portada; Lápix, 2017), aunque la parte que más me interesó estuvo solo en los primeros capítulos, fue una fuente prodigiosa para reconocer que no solo existe el mal tratando de socavarnos. Es más, no existe época en donde solo haya existido el mal.

¿Por qué habríamos de creer eso? Fuera de todo relativismo causado por lo abstracto de estos conceptos, la actividad permanente de quienes están en el bien y quienes están en el mal genera una batalla irresoluble de equilibrios. Es decir, no es, en sí, el equilibrio lo que se busca, sino el que una parte supere a la otra, aunque sus “ataques” y “contraataques” sean tan numerosos que nada pueda asegurarse, por lo que la balanza se mantiene en constante cambio, alterándose sin rumbo definitivo.

Al final, debemos creer, por convicción, que el rumbo lo ponemos nosotros. En nuestra montaña, trazando nuestras líneas sobre la nieve. Para que otros las sigan o caminen con nosotros, o nosotros con ellos y en sus líneas.


Posdata, el libro leído es también muy bueno para entender el funcionamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. De los diversos aprendizajes, en hechos y razonamientos, que obtuve, uno de los que quedaron más fijos en mi mente fue el de que el concepto de “consulta previa” no tiene nada que ver con “consentimiento previo”. Hablamos de proyectos de inversión donde hay comunidades cuyo espacio de vida va a ser afectado, quizás para siempre. La consulta es un proceso informativo. La palabra “consulta” no es la del empresario preguntando “¿puedo?”, sino la de la comunidad exigiendo “explícame”, buscando enterarse de todo lo que necesita saber (aunque, muchas veces, lo único que consiga sea lo mínimo necesario, y a veces ni eso, debido al aprovechamiento artero de las empresas). Con la consulta se busca no solo el respeto de mantener informada a la comunidad, sino empezar a entablar lazos con ella, para alcanzar una relación mutuamente beneficiosa.  

La lucha por generar un desequilibrio favorable, donde lo que se persigue es siempre vencer a la parte contraria (en las mil maneras en que pueda interpretarse), está siempre presente. Así, siempre intentamos llevar la lucha por el des-equilibrio al resultado más favorable, o menos adverso, posible. Supongo que allí se encuentra el mayor entretenimiento de nuestra existencia: en el entusiasmo de saber que siempre podemos seguir haciendo más para volver a subir.

¿Todo bien?