El borrador de este texto lo escribí del 4 al 5 de octubre de 2021. Ahora, lo he editado para publicarlo, pero sin afectar el enfoque con el que lo ideé. El texto se enmarcó en las infinitas molestias vividas por el gran absurdo en que se convirtió el proceso electoral peruano de aquel año, en especial hacia la segunda vuelta. Habían estado siendo tiempos turbulentos a nivel político en Perú, pero eso ya es la normalidad.
Cuando lo leí, pensé mucho en lo que venía viviendo el país alrededor de su último proceso electoral. Más allá de cuál fue el resultado y de la torpe política por la que estamos pasando en la actualidad, no tengo dudas en afirmar que Lima no sabe nada, nada sobre el resto del país.
Es verdad que cabría definir a qué me refiero con Lima. La estoy pensando como ente abstracto, en realidad. Pero, si debo llenar ese espacio de contenido, me refiero a esa metaclase vacía donde podría ubicar a los grandes empresarios y gerentes de empresas a quienes les importa poco de lo que ocurra fuera de sus bolsillos; a las personas y familias adineradas para quienes lo no limeño solo tiene lugar detrás de una vitrina; a los medios de comunicación, grandes y pequeños, que prefirieron venderse a ser verdaderamente profesionales; y a las personas que, sin una pizca de pensamiento, prefieren creer palabras inventadas y repetir cuales loros, como leyendo un pseudomanual de poco texto (es decir, sin siquiera un intento de desarrollo para aspirar siquiera a justificarse), que todo va a arder.
A esa Lima me refiero, y ciertamente esa Lima no sabe nada.
Particularmente, no soy ningún “guía” ni “experto” sobre el Perú. Sin embargo, de lo que puedo estar seguro es de que el pensamiento reducido de una gran parte de Lima está lejos de tener que ver con la realidad.
Qué mal está mi país. Nos salvamos una vez más de una corrupta por donde la mires (¿quién más, pues?), para caer en un gobierno que hace agua por todos lados. Qué gran oportunidad perdida para el inicio de nuestro camino hacia el tricentenario de la Independencia, un momento que ya no llegaré a ver. Pero, sin irme tan lejos hacia adelante, lo único que se ha extendido es la polarización, y ni siquiera es una basada en un debate alturado de importantes argumentos, sino todo lo contrario: pura chapuza y prejuicio de lo más absurdo que alguien pudiera imaginar.
La sociedad está tan pauperizada mentalmente que, si yo saliera a la calle y dijera, ¿qué se yo?, por ejemplo, “quiero trabajar para reducir la pobreza en mi país”, posiblemente sería tildado de comunista y hasta terrorista. Se ha desvirtuado totalmente lo que es amar al país y preocuparse por el bien común. La derecha ha tergiversado todo: si no se establece como mantra que prosperar depende únicamente (y enfatizo este adverbio) de uno mismo, entonces se es contrario al progreso, enemigo de la “libertad”, destructor de la economía y tantas cosas más. En otras palabras, uno no debería preocuparse por otras personas más allá de uno mismo.
Ah, pero hay excepciones, ¿eh? Si se trata de fútbol, por ejemplo, entonces sí vale ser comunidad. De lo contrario, hablar de comunidad es ser terrorista. Y lo más gracioso es que el terrorismo no tiene nada que ver con comunidad, sino solo con destrucción y muerte. Entonces, sin darse cuenta, los “derechistas”, “enemigos de la comunidad” (excepto cuando les conviene), le están atribuyendo una característica que está en la base de la humanidad misma a aquello —el terrorismo— que creen ser los únicos en despreciar.
Felizmente, hay todo un país fuera de Lima y un conjunto de instituciones en Lima que aún resisten a tanta estupidez, donde podríamos estar todos discutiendo de cosas más interesantes. Pero ya me he desviado mucho.
Mi intención con este posteo era presentar un libro que he acabado de leer hace unas semanas y del cual gusté bastante, aunque tuve que acostumbrarme a su estilo. Largo es su título: Los nuevos Incas. La economía política del desarrollo rural andino en Quispicanchi (2000-2010), del autor Raúl H. Asencio, doctor en Filosofía y Letras, y editado por el Instituto de Estudios Peruanos (2016) —una de las entidades que conforman la resistencia a la estupidez limeña—.
Quispicanchi es una de las trece provincias del departamento de Cusco —que a su vez tiene una provincia llamada Cusco y, como parte de ella, una ciudad llamada Cusco (que es a donde los turistas llegan)—. El recorrido de Asensio es amplio por los distritos de esta provincia para entender cómo funciona el ámbito político-económico en ella (y también económico sin más, así como cultural), con sus características particulares, muy diferente de lo que ocurre en la provincia de Cusco.
Como es usual, mi intención no es hacer una revisión detallada del libro, sino comentar mis impresiones y resaltar algunos aspectos. En ese sentido, me interesa tocar nuevamente el asunto del estilo. El autor es muy hábil en la organización de toda la información que recabó en la década en que llevó a cabo su estudio. Cada capítulo se delimita muy claramente, sin que dejen de haber las necesarias conexiones entre ellos, pero hay una particularidad que destaca: su abordaje es plenamente descriptivo, o analítico-descriptivo. No se siente por ningún lugar alguna postura política del autor, lo que sí es el caso de otros trabajos, quizás equivalentes, que he leído. Aquí, el autor profundiza en sus temas mediante el resalte de los diversos contrastes existentes en los asuntos investigados, con muy elaboradas ejemplificaciones seleccionadas de la propia realidad observada.
No descarto volver a leer el libro a futuro. Es de mi mayor interés estar aprovechando este tipo de oportunidades para conocer más sobre el Perú en toda su amplitud. Sin embargo, quisiera reseñar aquí, muy brevemente, dos conceptos investigados en el texto y que conforman parte fundamental de su eje. Uno de ellos hace parte de su título, “desarrollo rural andino”. Si bien el autor no pretende ser determinante en los entendimientos proporcionados en ningún sentido, sí brinda un gran despliegue expositivo para reflexionar sobre este concepto. En el epílogo, además, hace una síntesis muy buena al respecto, de la cual extraeré algunos puntos a continuación.
Para el autor, el concepto de “desarrollo rural”, en el ámbito regional del Cusco, puede significar cosas diferentes, las cuales van desde ser un ideal hasta un paradigma de “transformación social”. Abarca las “reivindicaciones campesinas de autonomía y autogobierno” y, además, “nuevas aspiraciones relacionadas con la economía de mercado”. En ese sentido, el desarrollo rural andino (se agrega este último adjetivo) es “el resultado de la combinación de ideas y prácticas provenientes del exterior, del universo multinacional de la cooperación al desarrollo, junto con ideas, tradiciones y prácticas locales, propias del mundo andino”. Es interesante señalar que esta conclusión parte de una investigación sin apasionamientos políticos (al menos, no mostrados en el texto) de 10 años. Este es, justamente, uno de los puntos en que Lima no sabe nada. La Lima de derechas solo ve economía de mercado (sin jamás poder explicar cómo funciona) y la de izquierdas, en cambio, rechaza esta última y solo ve el ámbito local de manera purista. Sin embargo, la realidad se lleva de encuentro a ambas corrientes. Sus más fervientes partidarios se llenan la boca de palabras vacías y no tienen ningún interés en indagar más para ubicar mejor sus posturas.
No obstante, el autor sorprende con una nueva conclusión: que el concepto de desarrollo rural andino podría estar siendo una “camisa de fuerza” que “constriñe la imaginación política de los actores locales”. En ese sentido, entre lo que causaría esta supuesta camisa de fuerza estarían varios aspectos: el fijar “unas reglas y unos límites para los proyectos de transformación rural”, el determinar “hasta dónde pueden llegar los objetivos legítimos del juego político”, y el delimitar “los canales a través de los cuales puede lograrse la transformación”. En conjunción con ello, se estaría dejando de hablar sobre “redistribución de la tierra y revolución” y se estaría empezando a hablar de “cambio gradual, de reducción de la pobreza y de incremento de ingresos de los pobladores rurales”, donde la economía de mercado y el modelo de democracia liberal se convertirían en “dogmas inamovibles”.
Particularmente, todo dogma, para usar el término del autor, genera limitantes. Daría la impresión de que Asensio está criticando consecuencias generalmente vistas como positivas (reducción de pobreza, incremento de ingresos) al asociarlas con la idea de camisa de fuerza. Si bien no concuerdo con esa asociación, sí podría imaginar que, a nivel político, podría haber mayores presiones por los caminos de la gobernanza, dadas ciertas expectativas. Por el otro lado, estoy a favor de rescatar los resultados positivos, analizarlos e incorporar el aprendizaje al estilo de gobernanza que la población favorezca.
Pero ello no es todo. El autor expresa que quedarse con la idea de camisa de fuerza solamente no sería balanceado, por lo que, visto como “paradigma de políticas públicas”, el desarrollo rural es “lo suficientemente flexible y amplio para dar cabida a una gran parte de las demandas y reclamos de los pobladores rurales quispicanchinos”, a partir de lo cual los “alcaldes, líderes campesinos y pobladores rurales”, que no son “meros espectadores pasivos”, “contribuyen a moldear un proceso político particular” con sus “decisiones, intervenciones y luchas de intereses”. Entonces, el desarrollo rural se puede entender como una “práctica híbrida”, que combina miradas diversas en constante negociación, concesión y rectificación (términos del autor).
En este contexto, generado por el paradigma del desarrollo rural, surgen nuevos actores rurales que, desde fines de los ochenta, “se apoderan progresivamente del escenario cusqueño”. Así, tenemos, por un lado, a las ONG y los programas de desarrollo, a los sindicatos agrarios y a los partidos políticos; por otro, a una nueva generación de líderes rurales que, “aunque retoman y continúan muchas de las demanda[s] tradicionales de autogobierno campesino”, emplean modos distintos de los que usaron sus padres y abuelos. Estos líderes, gracias a la “fragmentación política” y a las “normas electorales peruanas”, adquieren nuevo poder político (este aspecto se desarrolla en extenso en el libro) y, así, “consolidan el giro iniciado por la reforma agraria en las estructuras sociales y políticas de los espacios rurales cusqueños, ampliando sus márgenes de autonomía y autogobierno”.
Los líderes, asimismo, “transitan con fluidez entre los espacios rurales y urbanos”, una habilidad que no les es única en la sierra sur peruana, como indica el autor. Muchos “tienen formación universitaria e inician su vida laboral en el mundo de las ONG y las instituciones de desarrollo”, de donde intentan aplicar las “prácticas y discursos” a su propia gestión. A ello se suma la influencia de la “economía moral andina”, que “privilegia la cohesión social por encima de la eficiencia administrativa y por encima también del crecimiento económico”, para dar como resultado lo que el autor llama “una suerte de keynesianismo andino” —el segundo concepto que quería reseñar—, el cual se explica en “gobiernos municipales que buscan intervenir en la vida económica de sus distritos mediante un fuerte gasto público, enfocado en obras y proyectos productivos, pero siguiendo una serie de reglas pensadas para prevenir disparidades económicas o sociales demasiado fuertes”.
En este concepto —el keynesianismo andino— se expresa un segundo punto en el que Lima, una vez más, no sabe nada. Y el fundamento está en lo que el autor llama la “economía moral andina”. Hay una manera de entender el mundo que no se guía por los principios económicos que la Lima de derechas piensa que deben adoptarse a rajatabla, como si fuera el único camino que va a proveer soluciones a las regiones. Lima desprecia la visión de mundo de estas, y esa actitud es, valga la redundancia, enteramente despreciable. Hay una posición más elevada sobre la idea de crecimiento económico, la cual no se marca con ningún estigma, sino que tan solo la coloca al servicio de la comunidad y de sus propios intereses.
El crecimiento económico por el crecimiento económico puede generar riqueza (o un tipo de riqueza), pero refuerza una gran desigualdad. No obstante, tal riqueza se acumula en un lado y casi ni se siente en otros. Por supuesto, como en el caso peruano, el buen manejo fiscal evita una serie de problemas macroeconómicos y financieros al país, pero la gestión no puede quedar solo allí, ya que jamás se llega a lograr el bienestar masivo que tanto se predica. Y no se puede caer en la barbaridad de nuestro último ministro de Economía y Finanzas antes del Bicentenario, Waldo Mendoza, gran economista, pero excesivamente ortodoxo, de enfrentar la crítica al modelo neoliberal diciendo que, de no ser así, el país estaría en peores condiciones. En otras palabras, quien no tiene un céntimo para comer debe estar, igualmente, agradecido. No le llegará nunca un pan, pero al menos el país no estará peor. Un absurdo total.
Solo para cerrar, el autor agrega que el keynesianismo andino, en el periodo de estudio, se vio favorecido por “la particular coyuntura económica que [atravesaba] el país a comienzos de este siglo”. En ese sentido, las municipalidades rurales se reforzaban “en los planos político y económico gracias a las transferencias por concepto de canon”, por lo que tenían más fondos que nunca. Por ello, en la década estudiada, los “anhelos de autogobierno campesino” estaban más cerca de materializarse.
El crecimiento económico puesto al servicio de la gente por encima de los grandes capitales (que son, sin duda, necesarios) es uno de los mayores aprendizajes que me llevo. Esperar que el sector privado y la graciosa “mano negra” del mercado, que nadie sabe cómo explicar (y que pasa por alto incontables falencias que se tratan de tirar debajo de la alfombra), resuelvan todo simplemente contribuye a prolongar la pobreza. Y, justamente, quienes más se llenan la boca de palabras suelen ser los ganadores del juego: al haber recibido el beneficio, su propio ego y angurria no les permite darse cuenta, ni “creer”, que la otra parte se ha quedado sin nada.
Además, si se espera que el privado genere inversión y empleo, va a ser siempre limitado, ya que la mentalidad del negocio es reducir los costos al mínimo e incrementar los ingresos al máximo. Este es, naturalmente, el ejercicio básico de toda empresa, lo cual no es fundamentalmente criticable. Pero sí lo es cuando esas restricciones llevan a las empresas a pagar sueldos miserables, mantener condiciones deplorables de trabajo, evadir impuestos, corromper, saltarse las regulaciones ambientales, y etcétera. Entonces, no puede ser que se piense que este es el esquema “estratégico” destinado a sacar adelante al país. ¿Cuándo abrirá los ojos la “derecha ilustrada”?
El libro es excelente. Lo recomiendo a todo aquel que haga ciencias sociales, que desee realmente conocer más sobre el Perú y que crea que hay otros caminos posibles. O alguna combinación de estas características. Para mí, aplicaría la segunda y tercera razón; y espero algún día, la primera también.
Por cierto, no soy alguien que se defina respecto de alguna tendencia “lateralista” de las predominantes en el Perú, sino que intento ver lo mejor para mi país en cada contexto y era.

