Aún faltaba un tiempo para que viniera la furgoneta (más conocida como van en Lima) a llevarnos al puerto, aunque no sabíamos en principio que ese era el punto inicial. Decidimos ir a desayunar. Shengxiang ya había explorado la zona, así que fuimos directamente al mercado aledaño.

Luego de un jugo y un queque, retornamos al hostal. Estaba todo iluminado, el sol ya empezaba a rabiar. El hostal tenía un bajo costo. La habitación donde estuvimos fue una triple a 45 soles la noche (el esquema, según entendí, era 15 soles por cama). Sin embargo, gracias a la gestión de Shengxiang, el administrador nos la ofreció como una doble y con descuento. Más que bien pagado ese precio, ya que ese cuarto estaba en muy buenas condiciones. Asimismo, el viaje reservado para el Titicaca, según conté en mi publicación anterior, también fue coordinado con el mismo administrador, quien nos otorgó un descuento por persona a partir del precio oficial que era 80 soles en ese momento.
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Llegaron a buscarnos. Inicialmente, había pensado que dejaríamos las cosas en el hostal y al Titicaca solo llevaríamos lo esencial: no fue así. Viajé con una maleta pequeña de viaje, pero hubiera preferido llevar mi mochila de montaña de 45 litros. Tuve que cargarla a mano de un lado a otro, incluso se dañó. Sin más comentarios sobre eso.

Salimos del pasaje caminando hacia la Costanera. Subimos a la furgoneta, había otros viajeros más allí, incluyendo una pareja colombiana. En el camino, subieron algunos más. ¡Suena como si se hubiese tratado de un largo recorrido! Pero no: como lo mencioné en la historia anterior, fueron solo tres pinches cuadras. Bajamos y caminamos hacia el puerto por el jirón Titicaca. Llegamos a la Plaza del Faro e ingresamos al puerto. Esperamos un momento allí tomando fotos mientras ordenaban las lanchas para que pudiéramos pasar por su encima hasta llegar a la nuestra, la más alejada.

Subimos a la lancha e ingresamos a la zona interna, donde están los asientos. Dejamos nuestras cosas a la entrada de la misma y fuimos a tomar un sitio por adelante. Nuestro grupo inicial llegó a estar completo allí, pero la lancha no partía. Resulta que estaba llegando un segundo grupo y los estábamos esperando. Finalmente, la lancha se llenó con el segundo grupo y partimos.

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Ni bien íbamos algunos minutos de viaje, mis ojos detectaron una presencia que captó rápidamente mi consciente e inconsciente. Más allá, sentada de costado en un grupito de personas, una bellísima pelirroja conversaba y reía con quienes estaban a su alrededor. Mi mente lentamente absorbía su imagen, cada mirada, cada gesto, cada sonrisa, como la tierra absorbe los rayos del sol y cambia de estado de alguna forma en la medida que es influenciada por ellos.
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Deseé conocerla, pero había que esperar. Mientras tanto, nuestro carismático guía se presentaba e iniciaba su discurso centrado en el lago Titicaca y lo que íbamos a ver posteriormente. Lo hacía primero en español y luego en un no siempre bien pronunciado inglés, pero a veces cambiaba el orden. Con un mapa del lago, nos explicó didácticamente el porqué de su nombre: al voltear el mapa un ángulo de 180°, observas (de alguna manera) un puma saltando para atrapar su presa. Dado que no recuerdo los detalles, de internet observo que Titicaca es “puma de piedra” y la presa es supuestamente una vizcacha.

Por otro lado, sin embargo, sí recuerdo los momentos en que, fugazmente, crucé miradas con ella, la muchacha pelirroja, de quien venía hablando hace algunas líneas. Y es que, en algunas ocasiones adicionales igualmente fugaces desde que mis ojos la descubrieron, dirigí mi mirada hacia ella respondiendo al ruego de mi alma de inhalar su belleza a través de, al menos, la conexión, muchas veces superflua, que la vista permite obtener.

En fin, el guía nos indicó que podíamos subir al techo de la lancha, encima de la zona donde estábamos, pero que, por favor, lo hiciéramos en grupos de cinco y 10 minutos por grupo. No todos se animaron a subir. En principio, estaba con Shengxiang en la parte de afuera, mas no en el techo. Tocó nuestro turno y subimos. Tomamos algunas fotos. Una señora le pidió que le tome una foto y él alucinó que estaba en un estudio fotográfico, dado que le sacó como 50 en todos los ángulos posibles. Incluso, le daba indicaciones.

Bajamos para que suban otras personas. Algunas más lo hicieron, incluyendo la viajera pelirroja y sus dos amigas. Luego, cuando nadie más subía, volvimos a trepar. Ni a balas seguiríamos viajando en la zona cubierta, encerrados: la sensación de estar allá arriba era simplemente espectacular. Tan solo sentarte en la baranda o en el piso, la comodidad y frescura de estar viajando inmerso en un lago inmensamente precioso e interminable explayado frente a tus ojos, imponente, un color azul que se expande hasta el infinito, el viento sobre tu rostro y tú, en dirección a un lugar que bien podría haber no importado si era al fin del mundo: se trata de una experiencia que no puedes resumir en adjetivos. Simplemente, es.
Y ahí estábamos, viajando en el techo y en una conversación amena con otros viajeros. No recuerdo todos los nombres ni a todas las personas presentes, pero sí claramente a quien llamaré Hailey en esta historia, la chica de los tatuajes, a quien le mostré el mío y lo alabó, y que estaba involucrada en proyectos de apoyo social. Me atrajo mucho su estilo y desenvolvimiento, totalmente desenfadado. Hablábamos en inglés, el idioma común, por decirlo de alguna manera.

En ese momento, si mal no recuerdo, al menos había una chica de la India, dos estadounidenses (incluyendo a Hailey; al menos, allí estaba viviendo, aunque me contó que su familia, o parte de ella, era japonesa), un chino (imaginarán quién es) y yo, peruano.
Posteriormente, los extranjeros bajaron y, minutos después, subió una pareja de cuzqueños, con quienes también entablamos conversación en un momento. Incluso, con ellos nos alojaríamos en la casa de la misma señora en la isla Amantaní.
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Llegamos a Uros. Nos recordó el guía que era apreciado usar el término hualique para saludar (y también para despedirse). No, chino, no es huarique. Técnicamente, uros son los pobladores de las islitas que se encuentran allí, construidas por ellos mismos a base de totora, pero en realidad no en cualquier lugar. Ellos buscan un lugar en el lago donde puedan encontrar una superficie más o menos estable y es allí donde empiezan a entretejer las ramas alargadas de la totora hasta formar toda la base desde donde levantan sus viviendas. Aquella superficie está también conformada por totora, que crece desde el suelo del lago. Francamente, es un trabajo espectacular. No me imagino cuánto demora hacer una de esas islas flotantes, pero sin duda es una ardua labor y un arte.
En la islita que nos tocó desembocar, nos pidieron sentarnos en una especie de larga banca formada también a partir de totora, la cual estaba en disposición de media luna. Una vez allí, una señora de la isla nos empezó a explicar de forma muy amena y usando maquetas cómo se construye una isla así y cómo viven allí. En cierto momento, empezaron a rotar una rama de totora como aperitivo, dado que también es alimento: tan solo hay que pelarla y ya está. A nuestro costado derecho estaban la chica pelirroja y sus amigas. Al recibir la totora, la probé y la verdad es que no tenía sabor, por lo que comenté: “Esto sabe a aire”, lo cual generó las risas de las tres chicas, quienes aprovecharon el momento para generar integración haciéndonos el habla. “¿Ustedes también son chilenos?”. “No, somos de Lima”, y algo más de conversación. Al otro costado, un ave sumergida en una profunda reflexión hegeliana. Era el inicio de la confianza.

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En la isla nos ofrecieron un paseo en una balsa peculiar a la que llamaban Mercedes Benz, servicio que costaba 10 soles adicionales. Bueno, qué más da, vamos. No todos subieron, pero sí un buen grupo. El paseo era por los alrededores de nuestra isla y más allá (no, no era darle una vueltita a la isla y ya por si lo pensaste). Sin embargo, antes de empezar, la señora y una vecina o familiar nos cantaron una canción en tres idiomas: español, quechua y aymara, su lengua principal. Estuvo genial, aplausos. Partimos.

Inicialmente, estaba en la parte de arriba de la balsa: tenía un cubículo donde podía ir la gente para protegerse del sol y, sobre este, podían ir cinco o seis más. Allí estaba en principio con Shengxiang, una bella y tímida alemana llamada a quien llamaré Lany, su bella y agradable amiga peruana a quien llamaré Sofía, y una pareja mayor: una conversadora peruana y un introvertido español de Barcelona. Ambos vivían en esa (ensoñación de) ciudad.
Conversación por aquí, conversación por allá, cambios de posición en la balsa, historias contadas por su conductor uro, y una inmensa belleza y calma a nuestro alrededor. ¿Puedes creer que las nuevas parejas casadas de uros construyen su propia isla para vivir y, si en el camino llegan al punto de “diferencias irreconciliables”, llegan a partir esa isla en dos? Qué cosas…

Ya estaba viajando en la parte de abajo con Shengxiang, quien gustó de remojar sus pies en el lago y se animó a comer más totora. Otra totora me fue alcanzada por las chilenas, que también la estaban comiendo. Un poco antes de retornar al punto inicial y bajar de la balsa, el extrovertido chino tomó una foto grupal que quedó espectacular. Fue un buen paseo.

Quedaban unos minutos libres adicionales. Subí por medio de una escalera empinada a un pequeño mirador y tomé fotos desde allí a una señora que me lo pidió. Luego subió Shengxiang. Intentamos animar a las chilenas a subir, pero no quisieron. Tampoco es que había suficiente espacio. Shengxiang le pidió a la bella pelirroja que nos tomara una foto desde abajo en una posición aparentemente cool. Espero que esa foto, la cual no llegué a ver, haya sido destruida y eliminada de la faz de la Tierra. Más adelante, luego de analizar la foto mentalmente, nos dimos cuenta de que la idea era malísima, el concepto errado de principio. Risas.
Hualique, se acabó el tiempo, hora de subir a la lancha nuevamente y seguir nuestro camino hacia Amantaní.
